El #15MClimático está protestando contra los políticos. El problema es otro: sus propios padres

Huelga Estudiantil Buena
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Cuando Greta Thunberg regresó de sus vacaciones de verano escandalizada por las altas temperaturas registradas en Suecia, su país natal, decidió iniciar una serie de protestas para concienciar al mundo de los riesgos del cambio climático. ¿El escenario elegido? El Parlamento Sueco. Tenía sentido, al fin y al cabo: allí se concentra la voluntad popular, la soberanía nacional, el pueblo erigido en gobierno. El demos.

Thunberg acaparó miradas. Sus concentraciones, celebradas religiosamente todos los viernes, ganaron en popularidad y exposición mediática. Poco a poco, su movimiento, Fridays For Future (FFF) se convirtió en un hito continental. Los actos de protesta se repartieron por las cuatro esquinas de Europa, espoleados siempre por jóvenes imberbes que interpretaban en el cambio climático un riesgo para su bienestar futuro.

Siete meses después, Greta Thunberg es un fenómeno global y sus manifestaciones han convergido hoy en una huelga estudiantil universal convocada en alrededor de 2.000 ciudades de todo el planeta. También en España: casi todas las grandes cabeceras de provincias cuentan con comités y grupos organizativos englobados bajo Juventud por el Clima. Todos ellos han decidido hoy tomar las calles.

El mundo adulto asiste así al surgimiento de una nueva cultura política. Una muy joven. Thunberg tiene 16 años. Las huelgas convocadas en todo el globo, repletas de niños y adolescentes, disfrutan de una media de edad baja. Sus asistentes han encontrado en los celebrados discursos de Thunberg un motivo por el que movilizarse y hacer causa común. En una era de distorsión y desapego partidista, tiene sentido.

Greta Greta Thunberg junto a Christine Lagarde. (Gian Ehrenzeller/AP)

Grosso modo, sabemos qué pide el heterogéneo movimiento aglutinado en torno a FFF: frenar el cambio climático. O como poco contemporizarlo. Es una idea simple y de gran calado emocional para una parte de la juventud mundial, consciente de que las peores consecuencias del calentamiento global siempre se proyectan hacia el futuro... Cercano. Pero no inmediato. De ahí el inteligente mensaje de Thunberg: nosotros pagaremos por su indolencia.

Los políticos sí están escuchando

La web de Juventud por el Clima recoge, por ejemplo, una cifra totémica: 1,5º C. Hace referencia al aumento de grados máximo pactado en el Acuerdo de París por la mayor parte de naciones de la Tierra. Es un símbolo potente: sabemos que tan sólo 16 países están cumpliendo con su compromiso de emisiones, y que sólo dos de ellos, Canadá y Japón, juegan un rol importante en el vertido de CO2 a la atmósfera.

Parece evidente que queda mucho camino por delante, y que los gobiernos globales no están haciendo lo suficiente. Es aquí donde entra el juego no ya el qué, sino el hacia quién: la clase política. El manifiesto de Juventud por el Clima dice:

Nos jugamos mucho, nos jugamos nuestro futuro. Si los políticos no hacen nada, haremos que nos oigan. La situación es extrema: la crisis ecológica se ha agudizado en los últimos años, y ya no hay rincón del Planeta que sea ajena a esta urgencia. El coste de la pasividad es enorme. Hace falta cambios profundos en un modelo económico cuya principal víctima somos nosotros mismos.
Climate Strike Protestas hoy en Melbourne. (School Strike/Flickr)

Es un discurso heredado del impulso movilizador de Greta Thunberg, entre cuyo abanico de eslóganes se incluyen frases como "Nuestros líderes políticos nos han fallado" o "Ustedes dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando el futuro ante sus propios ojos". En su ya icónico discurso de Katowice, Thunberg se dirigió en similares y belicosos términos a la clase política y financiera mundial.

Hasta que no empiecen a preocuparse por lo que debe ser hecho antes que por lo que es políticamente plausible no habrá esperanza. No podemos solucionar una crisis si no la tratamos como una crisis. Necesitamos dejar de extraer combustibles fósiles, y necesitamos centraros en la igualdad. Y si las soluciones dentro del sistema son tan imposibles de encontrar, quizá deberíamos cambiar el sistema por completo. No hemos venido aquí a pedir a los líderes mundiales que se preocupen.

Nos han ignorado en el pasado y nos seguirán ignorando otra vez. Nos hemos cansado de excusas y nos estamos quedando sin tiempo. Hemos venido aquí a decirles que el cambio ya viene, les guste o no. El poder le pertenece a la gente.

Si Thunberg ha podido interpelar a las clases dirigentes cara a cara es porque ha sido invitada a las cumbres y reuniones organizadas por las propias clases dirigentes. En apenas un puñado de meses, su iniciativa personal frente al Parlamento Sueco no sólo se ha convertido en un fenómeno global capaz de movilizar a miles de jóvenes en todo el mundo, sino que también ha sido acogida por las élites.

Su viaje a la capital europea el pasado mes de febrero fue significativo. Thunberg participó tanto en las huelgas estudiantiles convocadas a las puertas del Parlamento Europeo como en las conferencias albergadas por el Comité Económico y Social Europeo. Es decir: Thunberg ha disfrutado de un altavoz mediático y de una capacidad de interpelación a los políticos que muchos otros grupos activistas, más vetustos, no.

Manifestantes Melbourne (School Strike/Flickr)

¿Por qué? Podemos imaginar varios motivos. Cuando Teresa Ribera, actual ministra de Medio Ambiente del Gobierno de España, muestra su respaldo a las movilizaciones convocadas hoy en todo el país lo hace sin coste político alguno. Para figuras como Juncker, Macron o las élites de Davos acoger las ideas pro-climáticas es sencillo y ofrece réditos electorales. Es un apoyo nominal amparado en un interés. Pero es un apoyo.

Tanto la joven activista como otros grupos y manifiestos espoleados por su éxito señalan a la clase política por "no escuchar" e "ignorar" las peticiones del activismo medioambiental. Pero lo cierto es que sí lo están haciendo. Es una dinámica global: 197 países firmaron los Acuerdos de París; 157 tienen planes para reducir sus emisiones; 58 han aprobado leyes relativas a la cuestión; y sólo 16 están cumpliendo.

La clase política no tiene reparos en hablar o comprometerse por el cambio climático. No hay coste electoral en hacerlo y genera buena prensa. El problema es otro.

La clave somos nosotros mismos

Si los gobiernos de gran parte del mundo pueden servirse del cambio climático como una herramienta cosmética es porque, en gran medida, sus votantes se lo permiten. O lo que es lo mismo: nosotros. Todavía hay una gran disonancia entre la urgencia del cambio climático y las prioridades políticas o electorales de los partidos y de sus apoyos. ¿Un ejemplo? Uno de los países verdes por antonomasia: Alemania.

El país germano ilustra las contradicciones asociadas a las política climática. Por un lado, su conciencia medioambiental es alta: la irrupción del Partido Verde a principios de los ochenta colocó la cuestión en el centro de la agenda política, y desde entonces todos los partidos han rotado en torno a ella. Su célebre proyecto de transición energética, Energiewende, logró impulsar las renovables y generó 340.000 de trabajos. Merkel llegó a ser bautizada como "la canciller del clima".

Students For Climate (Greenpeace Polska/Flickr)

Sus gobiernos, sin embargo, no pudieron superar las complejidades de un proyecto tan ambicioso. Alemania no sólo es el líder tecnológico del continente, sino también el principal impulsor de la industria del carbón en Europa Occidental y el campeón absoluto de la industria automovilística. Ya ha descartado cumplir sus objetivos de emisiones para 2020, y quizá haga lo propio para los de 2030.

Sus emisiones de CO2 aumentaron entre 2016 y 2017. Su mix energético ha variado poco: más del 40% de la electricidad alemana se sigue generando quemando carbón, la fuente más contaminante. Sólo la extracción y procesamiento de lignito (en algunas de las minas al aire libre más grandes del mundo) da trabajo a más de 20.000 personas. La minería ha sido generosamente subvencionada por Merkel.

Sucede algo similar con la industria del automóvil, el empleador más grande de Alemania (700.000 trabajadores). Gran parte del impulso económico del país, y de la suerte laboral y financiera de sus familias, depende de industrias aún muy contaminantes. Alemania, pese a sus buenas intenciones, es una de las muchas hipócritas climáticas. Y lo es porque sus votantes no penalizan tal hipocresía.

Es una dinámica que se repite en todo el mundo. ¿Qué incentivo tienen los políticos para impulsar medidas que encarezcan el precio de la gasolina o que penalicen el consumo de productos asociados a altas emisiones? Como ilustra el éxito de las protestas francesas, o la incapacidad del Congreso estadounidense para aprobar una "carbon tax", ninguno. Son decisiones con un alto coste electoral.

Jovenes En Roma

En un contexto de alta competencia electoral, los partidos políticos tenderán a priorizar... A quienes pueden (y quieren) votar. A los chalecos amarillos, no tanto a los adolescentes menores de edad.

El reto al que se enfrentan Greta Thunberg y los miles de estudiantes que están manifestándose hoy en las calles de España y el mundo no son los políticos, sino sus padres. Sus tíos. Sus abuelos. El resto de adultos que les rodean y que no encuentran tantos incentivos en priorizar las políticas por el medioambiente frente a cuestiones más prosaicas e inmediatas, como la electricidad o conducir un coche.

El discurso anti-político, sin embargo, funciona como un gran movilizador, y contribuye a canalizar el problema. Al fin y al cabo, Thunberg y las marchas climáticas exigen a los políticos una audacia superior a la de su electorado. Soluciones preventivas y decisiones impopulares, con todo lo que ello conlleva. Pero la experiencia reciente quizá demuestre que la solución no se halle protestando frente al parlamento, sino frente a la puerta de la habitación de los padres.

Imagen: Julian Meehan/Flickr

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