Do it on yourself: médicos de la historia que han experimentado sobre sí mismos

Do it on yourself: médicos de la historia que han experimentado sobre sí mismos
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Nos ha gustado mucho una noticia reciente de IFL Science: Elizabeth Parrish, CEO de una compañía de biotecnología, defiende que han logrado dar con la clave de la terapia genética para detener el envejecimiento. En primicia mundial, su compañía podría haber dado con uno de los enigmas de la biomedicina más jugosos: la clave para alargar los extremos del ADN, conocidos como telómeros y responsables de nuestra pérdida de masa muscular, producción de glóbulos blancos y esas cosas que hacen que nuestro cuerpo se haga viejo. Obviamente, Parrish no ha tardado en probar los efectos de este descubrimiento en su cuerpo.

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Tampoco la culpamos, en su lugar cualquiera hubiese hecho lo mismo. Si en tu laboratorio estáis totalmente seguros de haber encontrado la fórmula de la juventud eterna (o al menos, del congelamiento del envejecimiento), probablemente ninguno de los presentes tardaría menos de un nanosegundo en aplicarse el tratamiento a sí mismo. Hay una mala noticia: la comunidad científica es muy pero que muy escéptica con los resultados logrados por BioViva, por mucho que la ejecutiva defienda que en un año hayan aumentado significativamente la longitud de los telómeros presentes en su sangre.

Eso sí, mientras esperamos a comprobar en las próximas décadas si Parrish nos entierra o no a todos con el cuerpo de una saludable mujer de 40 años, podemos repasar otros casos de autoexperimentación conocidos en la historia de la ciencia, toda una tradición que incluye momentos como Newton introduciéndose una aguja en su ojo hasta llegar al hueso ocular para ver qué ocurría o doctores bebiendo una placa de Petri llena de bacterias para encontrar las causas de la úlcera de estómago.

30 años vigilando lo que comes

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El tipo de Super Size Me pudo ser el más extremo a la hora de llevar su cuerpo y la ingesta hipercalórica al límite, pero un tal Santorio Santorio (Sanctorius, perdón) del siglo XVII ha hecho más por la ciencia digestiva de lo que hizo el chico del documental. ¿Intuyes que lo que defecas y orinas no tiene el mismo volumen que lo que consumes? Eso sospechaba él, hasta que lo comprobó después de más de 30 años pesando todo lo que entraba y salía de su organismo. En conclusión, por cada 3.6 kilos (8 libras) de materia que ingieres, expulsas 1.3 (3 libras). ¿A dónde van esos dos tercios de comida de la que no te has deshecho en el baño? Un misterio que se resolvería años más tarde.

El médico orquesta

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The Knick se inspira en los primeros años del siglo XX y en los mad doctors que se pasaron la ciencia a base de brutalidad sanitaria. El magnífico John "Thack" Thackery es un personaje de ficción, pero puede que ese momento de la serie en el que se opera a sí mismo sí esté basado en un caso real, el de Evan O’Neill Kane, un cirujano* que a principios de los años 20 estaba tumbado en una camilla a punto de recibir una operación de apendicitis y decidió pedirle a los médicos y enfermeras presentes que se echaran a un lado, que ya lo hacía él mismo.

Era el jefe de cirugía del hospital, así que los médicos sólo pudieron poner mala cara y darle esas almohadas que pedía para estar más cómodo y verse mejor el abdomen mientras se operaba (también se inyectó cocaína y adrenalina en su pared abdominal). Una operación exitosa que tardó media hora y que sólo se vio turbada por un momento en el que al doctor se le salieron los intestinos por inclinarse demasiado al trabajar sobre su cuerpo.

Doble combo: médicos haciéndose preguntas un poquito estúpidas

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Es cierto que todas las comprobaciones empíricas pueden llevar a demostrar teorías relevantes en diversos campos de la ciencia, pero hay veces que uno se pregunta si en ocasiones los investigadores no son tipos con un adolescente interno que se aburre y reclama probar las cosas más estúpidas. Gracias a gente como George Stratton o Nicolae Minovici podemos responder a un par de preguntas fundamentales: a) Qué pasa si viviésemos viendo el mundo al revés y b) qué se siente cuando te estás ahorcando.

Stratton descubrió que las personas nos adaptamos perfectamente a la percepción que vemos de forma regular, con lo que si te pasas el día usando un punto de vista invertido, te adaptarás sin problemas. Gracias a las diversas pruebas de ahorcamiento de Minovici sabemos que, por lo pronto, si tu acto sale mal, vas a tener dolencias graves durante varios días consecutivos. Eso sí: lógicamente, seguimos sin saber cuál es la sensación final de aquellos que mueren por ahorcamiento.

El hombre que le hizo el amor a las pilas voltaicas

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¿Sabías que, si te pegas pilas voltaicas a los ojos, tu percepción de los colores se irá modificando? Eso decía al menos Johann Wilhelm Ritter, talentoso físico al que conocemos por hacer descubierto la luz ultravioleta… y también por coronarse en 1800 como el Casanova del mundo de las pilas. Además de los cambios en la visión, las experimentaciones de Ritter nos han permitido saber que conectarse una batería electroquímica a la nariz hace que estornudes y que si lo haces en la lengua sientes un sabor amargo. Una cosa lleva a la otra y al final el estudioso se aplicó corriente a los genitales previamente humedecidos. Tuvo un electro-orgasmo.

Se cuenta que este hombre iba luego por la calle haciendo bromas, diciendo que se iba a casar con su invento (por cierto, no era del todo suyo). Su amor se le fue de las manos, aumentando la dosis de las descargas e infiriéndose daños como hinchazones de ojos y dolores de cabeza crónicos que paliaba con el consumo de opio. Cada vez padecía más dolencias, del tipo de espasmos musculares, entumecimiento y calambres en el estómago. Pese a todo, especialmente a la opinión de sus colegas de profesión, terminó sus estudios sobre el tema de las descargas de voltaje concluyendo que: "No he podido asegurar a fondo la invariabilidad de mis resultados implicado en la repetición frecuente”. Se cree que su experimentación con las pilas contribuyó de alguna forma a su fallecimiento por tuberculosis a los 33 años.

Plot twist: el Día de la Bicicleta no nació como te lo habías imaginado

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Hace nada hemos celebrado el Día de la Bicicleta, uno de los instrumentos más importantes para el desarrollo de las sociedades y de la humanidad. Pero su celebración no tiene nada que ver con la fecha de su creación o el nacimiento de su inventor. Nada de eso, tiene que ver con las sustancias psicotrópicas y la autoexperimentación. Un químico suizo llamado Albert Hoffmann estaba investigando en los años 40 la ergotamina cuando descubrió el potencial de uno de sus derivados, el ácido lisérgico. Para investigar los efectos terapéuticos de esta sustancia, un día decidió ingerir 0.25 miligramos, una cantidad a priori mínima.

Como al cabo de un rato veía que no podía expresarse cómodamente, le pidió a uno de sus ayudantes que le acompañara de vuelta a su casa en un paseo en bicicleta. Claro, le entró el subidón y decía que por muy rápido que fuese en bici, sentía que estaba inmóvil. Al llegar a su hogar el LSD le produjo un mal viaje, viendo demonios a su alrededor, creyendo que su vecina era una bruja y cosas por el estilo. Luego se calmó y empezó a ver “fantásticas imágenes caleidoscópicas que surgían en mí, alternantes, variadas, que se abrían y cerraban en círculos y espirales y explotaban como fuentes de color, se reordenaban y mezclaban en un flujo constante”. Eso sí, aunque ahora conozcamos el origen, es mejor seguir celebrando el Día de la Bicicleta sin ponernos de LSD.

El auténtico smoothie regenerador

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Esta es una buena base para una de esas películas que le dan un giro a la mitología vampírica. Tras ser testigo de una brutal y devastadora epidemia de la Fiebre Amarilla en 1973, Stubbins Ffirth defendió la teoría de que esta enfermedad hemorrágica viral no era contagiosa. Se abrió heridas en la piel para echarse “vomito negro”, que también volcó en sus globos oculares y bebió en grandes cantidades. Llegó incluso a darse una sauna con el líquido infectado que le llegaba hasta la cintura. Por cierto, esta sangre infectada puede provenir del vómito, pero también de las heces del paciente.

Final feliz: no se infectó. Por ello, escribió poco después un Tratado contra la Fiebre Maligna en el que defendía la imposibilidad de contagio de esta enfermedad. ¿El problema? Al final resultó ser falso: la Fiebre Amarilla sí es contagiosa. La culpa es de los mosquitos. Hay diversas variaciones de esta historia, pero la que más nos gusta es el médico que se preparó un cóctel de cólera.

Fuera nervios

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Henry Head era un talentoso médico de principios del siglo XX que había estudiado durante años el sistema nervioso y las lesiones de nervios. También era un tipo muy, muy poco ortodoxo. Como no estaba satisfecho con las descripciones del dolor y los procesos de curación de sus pacientes, poco o nada precisos en términos académicos, le pidió ayuda a un colega para que le cortase y reconectarse sus propios nervios.

La operación salió bien y fue capaz de documentar detalladamente en cuatro años el proceso de recuperación de las sensaciones, “A human experiment in nerve división”, un trabajo fundamental para ese campo durante los años siguientes. Se tardan 86 días para que un brazo comience a notar el pinchazo de una aguja, 112 para percibir el agua fría y 161 para sentir calor. Lo que sí tuvo que concederle a sus pacientes es que tenían unánimemente razón en algo: dolía de la hostia.

Ah, y si te has quedado con ganas de conocer más del loco mundo de la autoexperimentación, en el libro Electrified Sheeps hace Alex Boese una gran selección de los casos más increíbles de la historia de la medicina.

*En una edición previa a la actual de este artículo, habíamos acompañado este epígrafe con la foto de otro increíble cirujano operándose a sí mismo del apéndice, el ruso Leonid Rógozov. Sentimos la confusión.

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