¿Debe el feminismo censurar cuadros que sexualicen a niñas? 11.000 personas creen que sí

¿Debe el feminismo censurar cuadros que sexualicen a niñas? 11.000 personas creen que sí
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Las acusaciones de acoso sexual vertidas sobre Louis C.K. plantearon una disyuntiva moral capital al arte: ¿hasta qué punto podemos disociar al creador del resultado de su obra? Dicho de otro modo: si los monólogos de Louis C.K. no planteaban una distancia entre el personaje obsesivo y enfermizo que dibujaba y su propia persona, ¿cómo podemos seguir viendo sus monólogos sin sentirnos cómplices de sus abusos?

Similares preguntas se plantearon en su momento en torno a Woody Allen. Ambos representan un punto de no retorno para quienes, de forma lógica, censuran sus trabajos en base a las despreciables conductas sexuales y abusivas de sus vidas privadas. Al final, tanto Woody Allen como Louis C.K. eran quienes se habían proyectado en su arte, no una abstracción creativa. Y si sus películas y series quedaban intoxicadas por el acoso, ¿qué podíamos hacer con ellas?

Tales preguntas siguen sin respuesta, pero se han lanzado hacia otras obras de arte. En el caso que nos ocupa hoy, la pieza en disputa es un cuadro de 1938 pintado por Balthasar Klossowski de Rola, un autor polaco-francés entre cuyo amplio abanico de obsesiones figuraban con especial intensidad las niñas en pleno despertar sexual. Durante su carrera, Balthus representó a numerosas infantes en posiciones provocativas, abiertamente sexuales, ilustrando su temprano paso hacia la madurez.

Uno de sus cuadros más célebres, y también más controvertidos, es El sueño de Thérèse. En él, Thérèse, una niña de 11 años, posa sobre una silla abierta de piernas, en apariencia erótica y evocadora. La falda cae sobre su cintura y deja al descubierto su ropa interior mientras un gato bebe leche a su lado. Es una imagen poderosa que coloca al espectador ante un conflictivo dilema: ¿estoy admirando la fetichización sexual de una niña de 11 años?

Fetichización vs. interpretación libre

Expuesto en el Museo Metropolitano de Nueva York, el cuadro ha sido objeto de un fiero debate durante los últimos días. El origen de la polémica se ubica en la petición que una estudiante de Arte, Mia Merrill, lanzó al Met al poco de haberlo visitado. Merrill consideraba que, en pleno descubrimiento de numerosos escándalos sexuales protagonizados por hombres en posiciones de poder, El sueño de Thérèse representaba una apología explícita de la estructura social que permite a los hombres abusar de las mujeres. Y que por tanto debía ser o bien retirado o bien contextualizado.

Cuadro

La carta recibió un apoyo multitudinario (más de 11.000 firmas). Tanto que obligo al Met a ofrecer una respuesta. Fue contundente: no retiraremos el cuadro.

El asunto llegó rápidamente a los medios. ¿Quién tenía razón? ¿Los 11.000 firmantes que interpretaban en Balthus y en sus cuadros una ventana al vouyerismo, un ejemplo de cómo la mirada masculina ha convertido a las mujeres en objetos sexuales a su libre disposición? ¿O el museo, cuya defensa de la exhibición del lienzo se planteaba en torno a la "discusión" que planteaba, precisamente, sobre el rol de la sexualización en el arte?

Para muchos, la petición de Merrill partía de un presupuesto erróneo: mirar con ojos del siglo XXI una obra pintada en 1938. Es natural que #MeToo también haya llegado al arte, y que haya incluido a Thérèse, una niña de 11 años vecina de Balthus en París, en su causa. El problema de su petición, sin embargo, es la compleja línea gris en la que se mueve el provocador arte de Balthus. Como se explica en Quartz, El sueño de Thérèse es poco explícito y delega en el espectador la interpretación final de su sentido.

Para muchos, el problema de censurar el cuadro parte de su ambigüedad: es el espectador el que realiza su propia interpretación de su significado, no Balthus

Al fin y al cabo, los historiadores del arte llevan discutiendo décadas sobre el rol de las niñas y de los gatos en el arte de Balthus, y sobre su posible papel simbólico. Inferir de sus lienzos una proyección mimética de su carácter pervertido y/o acusador, o una apología del poder de la mirada masculina sobre niñas y mujeres instrumentalizadas y ajenas a su propia voluntad, es ir demasiado lejos. En última instancia, es el espectador, no Balthus, quien hace suyo el cuadro, y quien realiza una lectura moral sobre el mismo. Y no todas las lecturas morales son iguales.

Drawing Room
"El estudio", de Balthus (1943). Son numerosos los cuadros del autor donde mujeres muy jóvenes aparecen en poses sugerentes y sexuales.

Para el crítico Philip Kennicott, por ejemplo, el arte de Balthus se entiende mejor (con sus defectos y sus virtudes) en el proceso de redescubrimiento sexual de la sociedad occidental a principios del siglo XX. Fue entonces cuando, por primera vez, los movimientos artísticos se rebelaron en abierto contra el dominio de la sexualidad ejercido hasta el momento por la Iglesia y la mirada puritana. Artistas como Degas, Picasso o los post-impresionistas representaron cuadros de cargada sexualidad e índole provocativa como ejercicio de subversión:

Debemos lidiar con el abuso sexual sin perder todo lo que se ganó durante la liberación sexual del último siglo. Nos encontramos en un momento crítico de este proceso. Los hombres que podrían perder todo si su pasado como abusadores saliera a la luz estarían encantados de ver cortada aquella tempestad cultural antes de ser expuestos. Pero hay otras fuerzas, particularmente en la izquierda académica, que repetidamente recurren a la censura como una sencilla y rápida solución a la opresión social. El peligro resulta en un nuevo puritanismo que sólo aumentaría la vergüenza alrededor de la sexualidad (un arma convenientemente utilizada por los abusadores), al tiempo que deshaciendo el doloroso proceso de deregulación de la sexualidad de la religión y del poder masculino heteroseuxal realizado en el siglo XX.

#MeToo en el mundo del arte

Según la propia versión del Met, el cuadro de Balthus plantea preguntas y debates en un momento en el que la sociedad más los necesita. Su retirada meramente lo arrastraría a los confines del tabú, cerrando la puerta a las reflexiones sobre la sexualidad y sobre la mirada masculina que dibuja. O peor aún: obviando la evolución histórica del arte y de la representación de la mujer y su sexualidad, asuntos que dotan de una luz necesaria y contextualizada a nuestra comprensión actual del fenómeno.

No todo el mundo lo ve del mismo modo, por supuesto. En su propia carta, Merrill expone lo siguiente: "Dado el actual clima en torno al abuso sexual y a las acusaciones que están saliendo a la luz cada día, la exposición de este cuadro al público sin ningún tipo de clarificación implica que el Met, quizá involuntariamente, apoya el vouyerismo y la objetificación de las niñas". Para Merrill, Balthus tenía una perversa pasión por las infantes, y sus cuadros supndrían una romantización de su sexualidad. Algo, según su punto de vista, problemático a la vista de los escándalos recientes.

Su petición, en todo caso, no es tan radical: la carta plantea o bien la retirada del cuadro o bien una mera nota que indique que Balthus, en efecto, tenía un fetiche sexual con las niñas, y que por tanto muchos espectadores pueden encontrar sus obras ofensivas o molestas. Para Ginia Bellafante, la petición de Merrill es menos radical de lo que muchos otros críticos han considerado. Escribe en The New York Times:

(Negarse a contextualizar el fetiche de Balthus) contradice la ética de una época en la que poco a poco nos hemos acostumbrado a entender el marco moral en el que casi todo lo que consumimos se ha creado. El café debe ser producido de acuerdo a los principios del comercio justo, la madera del parqué debe provenir de talas sostenibles, los pollos deben ser criados y sacrificados con humanidad. Y pese a ello, cuando el producto es arte y la materia prima es el cuerpo humano, una señalización de este tipo es aparentemente descartable.

Balthus
Balthus en 1996. (DamianPettigrew/Wikipedia)

Según esta versión, no podríamos ignorar que Balthus habría utilizado a una niña de 11 años para posar semidesnuda y en una posición de clara evocación sexual, algo que no diría nada bueno sobre nuestra percepción de "consentimiento". Para Merrill, este punto es más que suficiente a la hora de "etiquetar" el origen dudoso o la sospechosa fama que acompañó a Balthus toda su vida en su relación con las mujeres, en especial con las mujeres más pequeñas.

Como es lógico, la propuesta plantea numerosas dudas sobre otros cuadros y artistas que bien podrían caer en el mismo cajón que Balthus. Como se explica aquí, la historia del arte está repleta de representaciones de la sexualidad femenina (siempre a cargo de varones) cuya proyección es provocativa e incluso directamente violenta, desde Tiziano hasta Goya, pasando por Bernini o el propio Miguel Ángel. Esto se debe a que la sexualidad fue durante siglos un espacio prohibido y a que sus representaciones, dado el clima social del momento, habían de ser revolucionarias y conflictivas per se.

En última instancia, el hándicap fundamental a la propuesta de Merrill parte de su propia filosofía: tutelar la interpretación que cada uno pueda hacer de una pieza que no es explícita, que no es pornográfica, que ni siquiera es claramente sexual. Según sus críticos, dotar de un contexto "específico" sobre la naturaleza de Balthus al cuadro determina de forma inevitable la lectura del espectador. Una lectura que, de otro modo, plantea un respuestas propias sobre nuestra mirada hacia la sexualidad femenina (sí conflictivas, no necesariamente apologéticas).

Sea como fuere, el cuadro de Balthus seguirá donde estaba.

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