¿Es el fin de los estados-nación frente a la imparable hegemonía de las ciudades?

¿Es el fin de los estados-nación frente a la imparable hegemonía de las ciudades?
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Pocos días después de que el electorado británico votara a favor de abandonar la Unión Europea, una singular iniciativa recorrió las redes sociales a velocidad de vértigo. La propuesta, canalizada a través de una recogida de firmas colectiva, planteaba la independencia de Londres del resto del Reino Unido. La idea era simple: los habitantes del Sommerset o de Birmingham podían haber votado a favor de marcharse del espacio común europeo, pero Londres, la cosmopolita y multicultural Londres, quería quedarse a toda costa.

La idea ganó cierto recorrido, e incluso fue mencionada por el flamante nuevo alcalde de la ciudad, Sadiq Khan. "Por más que me guste la idea de un Londres autogobernado, no estoy hablando de inependencia hoy", declaró poco después Khan, despachando cualquier especulación al respecto. Dejó claro, sin embargo, que la situación debía cambiar: Londres reclamaba mayor autonomía para organizar sus asuntos propios, los que conciernen a una población aproximada de unos ocho millones de habitantes. Si Escocia podía, ¿por qué Londres no?

Las ciudades: los nuevos actores globales

El debate es antiguo dentro del Reino Unido. Cuando a mediados de los setenta el país sentó las bases para la posterior autonomía de Escocia, Gales e Irlanda del Norte, un parlamentario laborista escocés, Tam Dalyell, planteó una cuestión que ha vertebrado el debate territorial británico desde entonces. De forma simple, ¿por qué un parlamentario inglés no puede decidir sobre las cuestiones dirimidas en Escocia, sólo para escoceses, pero un parlamentario escocés sí puede votar y resultar decisivo en asuntos puramente ingleses?

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Sadiq Khan, alcalde de Londres, durante un acto en favor del Remain. (Matt Dunham/AP Photo)

El particular sistema político británico hizo posible que, a partir de la década de los noventa, Escocia contara con su propio parlamento, autónomo, exento de la injerencia de los diputados ingleses. Así, mientras los cinco millones de escoceses contaban con cierto grado de autonomía para sus asuntos internos, regiones mucho más pobladas y determinantes para la economía británica, como la londinense o la del Lancashire, observaban como disfrutaban con cero grado de autonomía (no hubo alcalde en Londres hasta el 2000). Era injusto.

Si el debate no se planteaba en idénticos términos para el Great London era por una mera cuestión de tradición: mientras Escocia era una nación constituyente, un reino histórico y un ente cultural diferenciado, ¿qué era Londres? Sólo una ciudad. En términos económicos y demográficos, Londres tiene mayor relevancia, pero sin embargo no tiene el peso identitario como para que un referéndum sobre su independencia, al uso escocés, se plantee en términos reales. ¿Pero por qué a Londres se le niega la autonomía que a Gales se le permite?

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Hiperconectada, cosmopolita y multicultural, Londres tiene más que ver con Nueva York que con un pueblo del Yorkshire.

En el siglo XIX, la respuesta hubiera sido clara: porque Londres no es una nación. ¿Pero es ese un debate desfasado en el corazón del siglo XXI? La inmensa polvareda levantada por el #Brexit ofrece pistas al respecto. Mientras un núcleo económico particular, con sus códigos culturales propios, repleto de nacionalidades y población inmigrante optó por quedarse, por su propio interés, dentro de la Unión Europea, el resto del país, menos diverso, algo más rural y menos dinámico a nivel económico, prefería seguir por su cuenta.

La divergencia de preferencias manifestaba lo evidente: Londres es un mundo aparte, pese a que su pulso histórico esté ligado de forma ineludible a la totalidad del Reino Unido. Pero su economía, como la del resto de centros financieros del país, véase Manchester o Edimburgo, caminaba a otro ritmo, contaba con distintos incentivos e intereses al de las regiones del campo o menos desarrollas. De ahí que la petición de autonomía de Khan sea relevante y se produzca precisamente ahora, cuando Londres depende más económicamente y está más vinculada culturalmente a otras ciudades del mundo que al país al que pertenece.

El caso londinense se enmarca dentro de un gran debate y relato sobre la transformación económica, política y social a la que se enfrenta la humanidad. Y que podría poner a las ciudades en la primera plana de la política internacional frente a los estados-nación.

Conectividad y el fin de la relevancia geográfica

Es al menos la teoría que maneja, por ejemplo, Parag Khanna, autor de Connectography: Mapping the Future of the Global Civilization. La teoría de Khanna parte de una idea más o menos simple: la geografía política ha dejado de ser relevante en el tiempo de las telecomunicaciones y la hiperconectividad global. Antes, los estados competían por recursos y por territorio, sinónimo de poder y de tierra. La geografía podía determinar el éxito o el fracaso de una nación. Hoy esas cuestiones son más triviales. El aislamiento es relativo y la tecnología ha unido todos los puntos del mundo, generando oportunidades.

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En ese contexto, las ciudades han vuelto a ganar preeminencia. Se han convertido en nodos de información y tecnología, al margen de la geografía política. Así, han crecido económica y demográficamente de forma inversamente proporcional a los pueblos y a las comunidades rurales, más dependientes de elementos físicos (como los bienes primarios). ¿Resultado? La población cada vez se traslada más a las ciudades. El mundo es ahora más urbano que rural, algo inédito en la historia de la humanidad, y para comprender el futuro del mundo hay que mirar, ahora más que nunca, a las grandes concentraciones urbanas.

Khanna es atrevido en su análisis y habla de una red de ciudades hiperconectadas donde la competencia, además, no es un juego de suma cero (como sí lo es la lucha por el territorio que ha definido durante siglos la rivalidad entre estados-nación). Las ciudades se convertirían así en las cabezas de puente de la diplomacia internacional y de las relaciones entre regiones, y no tanto los estados: afrontan retos comunes y muy semejantes en todas partes, y sus economías son interdependientes, en detrimento del campo.

Sus códigos de identificación, sus dilemas, son comunes: resolver el aumento de la densidad, encontrar soluciones habitacionales sostenibles, defenderse de amenazas comunes como el terrorismo que están ausentes en el mundo rural, resolver el dilema de la movilidad o luchar a pequeña escala contra el cambio climático.

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Dubai, la primera ciudad global árabe.

En otro artículo en Quartz, Kannah y Michele Acuto profundizan en estas ideas, en el concepto de ciudad-estado. Y lo hacen tocando uno de los temas elementales de nuestro tiempo: la desigualdad. La globalización ha permitido redistribuir la riqueza global hacia las clases medias de países como China, India o Indonesia. En el camino, las sociedades occidentales se han empobrecido parcialmente, o al menos se han estancado. Comúnmente, las clases bajas y obreras de Europa y Estados Unidos, los "perdedores de la globalización", son hoy más pobres que hace treinta años en relación a los más ricos de sus respectivos países.

La dinámica también existe entre los núcleos financieros y servicios de las ciudades frente al campo. De nuevo tras un siglo de desigualdades entre estados, Europa y Estados Unidos se enfrentan a desigualdades gravísimas en su interior. Acrecentadas. ¿Hacia dónde han mirado las ciudades en este proceso? Hacia otras ciudades. El marco de referencia, casi identitario, no es un pueblo remoto de la provincia de al lado, sino otra ciudad de semejantes características y de mismo pulso cultural. Para un joven londinense, Nueva York es un lugar más reconocible que las ciudades post-industriales y decadentes del norte de Inglaterra.

El estado-nación: sus resistencias y fortalezas

Este cúmulo de circunstancias ha conllevado un revival del fin del estado-nación desde abajo. Pero no es una teoría original en su fin último, esto es, la muerte de los estados basados en identidades nacionales. Tiempo atrás que otros teóricos plantean lo mismo desde organizaciones supranacionales que, como la Unión Europea, agreguen las preferencias comunes de grandes cantidades de territorios en un mundo cada vez más globalizado. Así, la Unión Europea y otras instituciones supranacionales suplantarían la soberanía tradicional de los estados por un cuerpo democrático transnacional.

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La firma de la Paz de Westfalia. Puedes culpar a estos señores si odias al estado moderno.

Desde el punto de vista histórico, la idea de una "muerte" del estado-nación no representa ninguna aberración. Como se explica aquí, el concepto de estado tal y como lo conocemos hoy en día surge después de la Paz de Westfalia, y su ordenación en torno a identidades lingüísticas nacionales no se desarrolla hasta el siglo XIX. Con anterioridad a ambos periodos, eran las constelaciones de ciudades los vectores económicos de reinos unidos bajo soberanías arbitrarias de monarcas y príncipes, no en torno a criterios identitarios.

El estado-nación es un artefacto joven y en absoluto determinado históricamente. La globalización lo ha puesto contra las cuerdas desde arriba, a través de creaciones como la Unión Europea que buscan contrarrestar a nivel continental la fragmentación de poder político y económico que amenazan a sus pequeños países, y desde abajo, a través de ciudades que en países como Japón o Francia acaparan más del 70% de la riqueza y el dinamismo económico del país. Internet, la conectividad, la mejora de la infraestructura, etcétera.

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"¿Que el estado-nación qué?". (Blandine Le Cain/Flickr)

Sin embargo, los estados-nación también son elementos de alta resistencia. Si las identidades personales y nacionales pueden mutar no sólo a lo largo de los siglos sino en el periodo vital de una persona cualquiera, también son elementos de alta resiliencia. La crisis económica en Occidente lo ha puesto de manifiesto: mientras algunas teorías hablan de la muerte del estado-nación, aquellas clases obreras y medias que observan como la globalización les ha perjudicado vuelven al abrigo del estado-nación frente a un proceso que rechazan.

Es el conocido como "repliegue nacional" y que ha encontrado su epítome en, retomando el origen de este post, la salida del Reino Unido de la Unión Europea. O el crecimiento del Frente Nacional en Francia. O la candidatura de Donald Trump en Estados Unidos clamando por el fin de los tratados comerciales internacionales y el aislamiento político de la primera potencia mundial. Las megaciudades pueden poseer el capital económico, pero el capital político continúa residiendo en el gobierno de las naciones, en la movilización de sus recursos.

Trump

Antes que una República de Venecia al uso, lo que posiblemente veamos en el futuro sean conflictos de intereses políticos entre las ciudades y las zonas menos urbanizadas de los países. En Reino Unido se ha manifestado en la singular situación de Londres, relegada a existir fuera de la Unión Europea en contra de su voluntad. En Colombia, a su modo, también ha existido un dilema semejante, cuando las zonas más urbanizadas y ricas del país votaron "No" al acuerdo de paz frente a las más pobres y ruralizadas.

¿Llegará el fin del estado-nación? A nivel económico, sí es cierto que las relaciones entre ciudades pueden superar las dicotomías entre estados. Una mayor autonomía y la apertura del comercio global vía globalización, además de las ventajas tecnológicas y el mundo hiperconectado capaz de generar nuevas identidades, indica que sí. A nivel político, sin embargo, el proceso es más complejo, en tanto que los estados-nación son construcciones aún robustas que, al ser heterogéneas, encuentran grandes resistencias internas para derribar las tradicionales fronteras trazadas hace siglos.

Y Londres es quizá el ejemplo perfecto de ambos casos.

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