Es normal que los madrileños se quejen por la restricción del tráfico para combatir la contaminación

Es normal que los madrileños se quejen por la restricción del tráfico para combatir la contaminación
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Los altos niveles de contaminación previstos por el Ayuntamiento de Madrid para esta semana han provocado la adopción de una medida inédita en la historia de la ciudad: la prohibición de la circulación a la mitad del parque automovilístico. Desde hoy, sólo las matrículas pares o impares (en función del día) pueden acceder a la almendra interior de la capital española. Eso, naturalmente, ha levantado una inmensa polvareda.

Desde que el consistorio anunciara la decisión ayer, tanto detractores como partidarios de la medida discuten sus condiciones, en mejores o peores términos. Las críticas al gobierno municipal, sin embargo, han sido muy amplias, en parte por lo novedoso de la decisión. Implica poner un límite a una teórica libertad adquirida (el desplazamiento con vehículo privado allá donde se desee) por más que anule un efecto negativo potencial (la contaminación, cuyas consecuencias para la salud pública están más que probadas).

Pero el escándalo y la posible indignación de los ciudadanos de Madrid, manifestada en conductores que, como este entrevistado por El Mundo, anuncian que no creen que haya "contaminación" y que no harán caso a la medida, conduciendo igualmente, es normal. No tiene nada de extraordinario.

El tabaco era malo, pero restringirlo fue indignante

En España tenemos un ejemplo cercano, que si bien tiene aspectos diferentes, cuenta con numerosas similitudes: la prohibición de fumar en espacios públicos cerrados. El escándalo, hace seis años, fue idéntico y a escala nacional.

¿Por qué? Por un lado, porque también, se dijo, cercenaba la libertad de cada uno de los fumadores de España. Fumar continúa siendo una actividad socialmente mayoritaria en España, si bien sus cifras están descendiendo. Un cambio en el hábito de consumo radical de los fumadores, pese a los perjuicios para los no fumadores en espacios cerrados, provocó una airada reacción. A día de hoy, sin embargo, la medida es cosa del pasado: fumar dentro de un bar es un exotismo y el comercio, los negocios, no se han hundido.

Trafico Parado Buena
Policías locales restringiendo el tráfico esta mañana en Madrid. (Francisco Seco/AP Photo)

Al igual que en el caso del matrimonio homosexual, normalizar una medida que a largo plazo es justa y beneficia al conjunto de la sociedad (impedir que los bares y restaurantes se llenen de humos tóxicos que minan la salud y causan dinero al contribuyente) erradica la polémica de inmediato.

En muchas de las situaciones similares a las del tráfico y la contaminación, se repite un patrón: se rechazan las nuevas medidas porque no existe una experiencia pasada con las que compararlas. En 2011 nadie recordaba cómo era entrar a un bar y no toparse con el humo de los fumadores (porque llevábamos haciéndolo siglos), de modo que los beneficios inmediatos de aplicar la medida no fueron capaces de imponerse al hábito arraigado. Tales beneficios eran pura abstracción: había que imaginar que la medida iba a ser positiva, pero nada más.

Hay más ejemplos.

Australia y su control de armas: similar historia

Al igual que en Estados Unidos, Australia contaba con una amplia población poseedora de armas de fuego en sus domicilios. Las leyes restrictivas eran muy laxas y Australia, otra antigua colonia británica que, frente a la carencia de control del estado, optó por defender una frontera salvaje con armas individuales en cada domicilio, contaba con un amplio arraigo de utilización y posesión de armas de fuego. Era una tradición, y un elemento identitario.

Sin embargo, también era un problema: el fácil acceso a las armas de fuego, al igual que en Estados Unidos, también provocaba que muchos australianos mataran a otros australianos. Conscientes de ello, y aquí comienzan las diferencias, la mayor parte de la clase política australiana, a mediados de los '90, decidió hacer algo al respecto.

Los gobiernos conservadores australianos, cuyo elenco de votantes era mayoritariamente pro-armas, tramitaron diversas leyes que limitaron de forma notable el acceso a armas de fuego (una legislación similar a la que podemos encontrar en los países europeos). Las protestas fueron gigantescas: miles de australianos se echaron a las calles y manifestaron su desgrado para con el gobierno, para con los políticos que habían votado.

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Muchos australianos se opusieron, pero la medida fue muy efectiva. (Business Insider)

Los argumentos eran similares a los esgrimidos en el caso del tabaco o, ahora, en el caso del automóvil: incierta causa-efecto ("que haya menos armas no siginifica que vaya a haber menos tiroteos u homicidios", "que se restrinja el tráfico en el centro de Madrid no soluciona los problemas de contaminación") y restricción de un derecho adquirido ("la libertad de utilizar mis armas cuando quiero", "la libertad de utilizar mi coche cuando quiero"). Un descontento generalizado que ocultaba los beneficios potenciales.

A saber, el descenso de la tasa de criminalidad en Australia. Fue exactamente lo que ocurrió: pese al enorme enfado de los votantes conservadores australianos, el gobierno tenía razón. Los "mass shooting" (matanzas en las que un sólo individuo o más pueden acabar la vida con un número mayor de personas) desaparecieron, y la tasa de homicidios por arma de fuego se redujo a mínimos históricos desde entonces. A día de hoy, Australia es un país más seguro y pocos grupos políticos optan por tirar la legislación.

Lo incierto del beneficio, lo racional de rechazarlo

Pero aquellos beneficios eran inciertos, y sólo se podían experimentar (porque no existía memoria reciente que hablara de situaciones sin armas en el pasado reciente) en el futuro. Los australianos, al igual que los fumadores, tenían que creer que lo que les explicaba su gobierno (que la medida era por el bien del conjunto del país, por su integridad personal y salud física) era positivo. Y frente a la tradición y al hábito, era más difícil creer.

En el debate sobre la contaminación y la restricción al tráfico, las posiciones son semejantes. Un ayuntamiento de una gran ciudad entiende que existe un problema a gran escala para la salud pública (y existe, es innegable) y aplica una medida impopular para paliarlo. Los afectados por la medida son conductores que han utilizado el coche tradicionalmente para desplazarse por su ciudad, y que o bien no tienen a su alcance alternativas lo suficientemente satisfactorias o bien no las contemplan.

Bonita Madrid Buena
La boina, esta mañana. (Francisco Seco/AP Photo)

Al igual que en el caso del tabaco o de la restricción de la posesión de armas, el beneficio futuro es sólo una ilusión: no sabemos cómo de buenas pueden ser las ciudades sin coches, porque casi nunca las hemos experimentado. Y frente a datos teóricos sobre el papel, nos agarramos a nuestras experiencias y hábitos: el coche como útil herramienta de movilidad individual, cuya restricción nos ocasiona problemas a corto plazo sin alternativas atractivas. De ahí que la lucha contra el coche sea una lucha de sus ciudades contra sí mismas.

Pero ese es un dilema político al que algunos gobiernos se tienen que enfrentar. El beneficio a largo plazo de limitar la circulación de coches en la almendra de Madrid es difuso (menos muertes provocadas por la contaminación, un aire más saludable, alternativas de movilidad más verdes), porque el sacrificio (nuestro coche y nuestra libertad de movimientos con él) es, tal y como lo conocemos, demasiado grande. De modo que el enfado y la indignación es normal.

Como, quizá, será normal que dentro de diez años Madrid ya haya restringido la circulación al vehículo privado en el centro de la ciudad de forma casi completa. Y entonces, quizá, nadie recordará la inmensa polémica despertada cuando la medida se empezó a aplicar, porque entonces sí sus beneficios serán tangibles.

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Imagen | Daniel Ochoa de Olza/AP Photo

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