El Vampiro de Düsseldorf, el asesino en serie que sembró el caos en la Alemania de entreguerras

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Una versión anterior de este artículo fue publicada en 2018.

En el equipaje de Maria Büdlick el miedo era lo que más pesaba. La joven, de 20 años, había sentido su carga plomiza al subir con su maleta al vagón de tercera clase. Siguió percibiéndolo mientras el expreso traqueteaba rumbo a Düsseldorf. Y cuando al fin se apeó en la gélida estación de la ciudad renana descubrió con un regusto dulce en la garganta que el miedo seguía allí, con ella, como un polizón que hubiera viajado aferrado a su pecho. Büdlick tenía pánico. Pavor. Un terror punzante. Como la mayor parte de los vecinos de Düsseldorf hacia 1930, en realidad.

Durante meses los periódicos de Alemania se habían hecho eco del reguero de cadáveres con el que cada pocas semanas amanecían las calles de la metrópoli. Décadas antes un psicópata, un asesino de prostitutas a quien los tabloides bautizaron Jack el Destripador, había sembrado el caos en Londres. Lo que sucedía en la capital de Renania del Norte era sin embargo mil veces peor.

El criminal de Düsseldorf era un animal salvaje. Su crueldad estaba desbocada. No atendía a patrón alguno, ni siquiera a uno tan primario y bárbaro como el de Jack. Su forma de actuar apuntaba más a una fiera rabiosa que a un hombre. Solo en el último año se había ensañado con mujeres, niñas y hombres. Degollaba, violaba, cosía a tijeretazos a sus víctimas o las molía usando un martillo. Luego a muchas de ellas (como se desvelaría más tarde) les sorbía la sangre.

Büdlick se forzó a pensar en otra cosa. El albergue, por ejemplo. Le habían indicado que una vez en Düsseldorf debía ir directa al albergue de estudiantes. Con la maleta aún a sus pies, entre el constante vaivén de viajeros, familiares y revisores que corrían de un andén a otro de la estación, la joven buscó en los bolsillos de su abrigo el papel en el que había anotado la dirección de la residencia. Con los dedos ateridos (aunque era 14 mayo de 1930 por las mañanas seguía haciendo un frío invernal) tanteó el fondo de sus faltriqueras.

Luego rebuscó en su pequeño bolso de mano. Nada. La nota con el nombre y el número de la calle no aparecía. "¿Te puedo ayudar, joven?". Büdlick dio un respingo. Entre el rugido de las locomotoras y los gritos de los pasajeros, alguien le hablaba a sus espaldas.

Antes de poder girase siquiera, la joven vio cómo una mano enguantada la sujetaba del brazo. Todo el equipaje de miedos que la había acompañado durante el viaje a Düsseldorf se le cayó encima. Primero sintió un olor rancio a alcohol. Luego vio aproximarse el rostro de un hombre de facciones angulosas, enmarañada barba pelirroja y una gorra de paño que le cubría media frente. Por encima de la montura plateada de sus lentes, unos ojos de un gris acuoso se clavaban en los suyos.

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Büdlick quiso zafarse de la mano del desconocido. A través del abrigo sentía la presión de sus dedos, firme y amenazante. En vez de soltarla, sin embargo, el hombre se inclinó para coger su maleta con la otra mano. Todo lo que ocurrió a partir de aquel instante (relataría Büdlick más tarde a la Policía de Düsseldorf) fue una sucesión confusa e inconexa de cromos, una cinta proyectada a cámara lenta. Los seis actos de una película de terror para la que no había sacado entrada:

  1. Un segundo hombre aparece de la nada. Viste gabán oscuro, corbata y un sombrero fedora bajo el que asoman un par de cabellos peinados con brillantina. Büdlick recuerda su bigote, recortado con pulcritud quirúrgica. Y su rostro empolvado, de un pálido casi lunar.
  2. Los dos desconocidos discuten. El segundo, el del bigote recortado, se agita indignado. Hace aspavientos. El primero le grita. El desconocido que se había acercado a Büdlick coge por las solapas del gabán al segundo y cuando parece que va a empujarlo, opta por alejarse.
  3. El segundo hombre se acerca a la joven. Le pregunta cómo está, qué tal se encuentra. Ella acierta a darle el nombre del albergue. El del bigote se ofrece a acompañarla.
  4. En vez de guiarla al albergue de estudiantes, el desconocido la lleva a su casa. Le ofrece pan. Y leche. Luego se le insinúa. Quiere acostarse con ella. Büdlick lo rechaza.
  5. El desconocido se ofrece, ahora sí, a acompañarla al albergue. Terminan en el bosque. En Grafenberger, a las afueras de la ciudad. Él la empuja, la arroja al suelo y la viola. Sus manos se cierran sobre el cuello de la joven y le presionan la garganta. Todo se vuelve borroso.
  6. Büdlick se aleja tambaleante, rumbo a la ciudad. Vive, de puro milagro.

Peter Kürten, un viejo conocido de la policía

Quién era y qué quería el primer hombre que asaltó a Büdlick al bajarse de su tren es una incógnita. Sí se conoce la identidad del segundo: Peter Kürten, inmortalizado en los anales de la crónica negra de Alemania como el Vampiro de Düsseldorf. Para desgracia de la joven, a su llegada a la ciudad se cruzó con el asesino que desde hacía tiempo sembraba el terror en Alemania. Su mala suerte fue la clave sin embargo para cazar al criminal. Büdlick no solo sobrevivió al ataque.

Cuando la policía supo de su historia, la joven pudo aportarles la dirección de Kürten y una descripción detallada de su aspecto, lo que permitió a los agentes elaborar un retrato y salir en su búsqueda.

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Al sentirse acorralado Kürten confesó sus crímenes a su esposa, con la que llevaba casado desde principios de la década de 1920. Según una versión extendida el criminal trazó un plan que da buena muestra de su sangre fría: le pidió a su mujer que lo entregara ella misma a los agentes para que así pudiera cobrar la jugosa recompensa que había fijado la policía. Sea cierto o pura fantasía, nueve días después del ataque a Maria Büdlick los agentes se lo llevaban esposado al calabozo.

En comisaría el Vampiro de Düsseldorf reconoció un historial delictivo que palidecía lo que sospechaban los agentes. Kürten era en realidad un viejo conocido de la justicia alemana. Desde muy joven había dado tumbos por diferentes prisiones para cumplir condenas por robos, deserción, agresiones, fraude, provocar incendios de forma intencionada... Hasta sumar en 1930 cerca de 30 detenciones.

Sus raíces se hienden en el distrito de Köln-Mülheim (Colonia). Allí nació el 26 de mayo de 1883, en el seno de una familia pobre con 13 hijos. Su padre era un operario alcohólico y brutal que estuvo encarcelado tres años por un intento de violación a su propia hija. Para huir de esa realidad Kürten no tardó en lanzarse a la calle. Durante un tiempo vagabundeó y sobrevivió gracias a lo que robaba. En esa época daría sus primeras muestras de sadismo: maltrataba animales y hacía gala de un carácter violento y explosivo.

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Según algunas versiones (de las que se hace eco la Enciclopedia Britannica) con menos de diez años habría asesinado a dos de sus compañeros. Supuestamente los ahogó mientas se bañaban en el río. En la década de 1890 se mudó con su familia a Düsseldorf, donde continuó delinquiendo y mantuvo una breve relación con una prostituta. A los 14 años estuvo a punto de estrangular a una joven.

Cuando Kürten tenía 30 años, el 25 de mayo de 1913, dio un paso más en la espiral de barbarie en la que había convertido su vida. Tras colarse en una casa descubrió que dentro dormía una niña que no pasaba de los 15 años. Aunque lo que Kürten buscaba eran objetos de valor para robar, al toparse con la joven sacó su cuchillo y la degolló. En un principio la policía culpó del crimen a su padre, el desconsolado Peter Klein. La razón: el "vampiro" había dejado en el lugar del crimen un pañuelo ensangrentado con sus iniciales bordadas (PK), las mismas que las del padre de la víctima.

Apenas 24 horas después del crimen, Kürten habría regresado a la taberna en la que trabajaba Klein para regodearse con los comentarios de los parroquianos que hablaban del asesinato. Su sadismo le llevó incluso a visitar la tumba de la pequeña. Meses después su navaja se cobraba otra vida: la de Gertrud Franken, una joven de 17 años que tuvo la mala fortuna de cruzarse en su camino.

Una espiral continua de asesinatos

Durante los años siguientes se sucederían crímenes igual de terribles. Una de las razones que supuestamente llevaba a Kürten a asesinar era el placer que le producía ver la sangre de la gente que mataba. Para perpetrar sus ataques empleaba tijeras, martillos, estrangulaba... Entre sus víctimas se cuentan dos hermanas de cinco y 13 años a las que engañó primero y asesinó y mutiló después. El apodo de Vampiro de Düsseldorf lo ganó porque en ocasiones chupaba la sangre de los cadáveres que dejó en su deriva criminal.

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La oleada de asesinatos más frenética la protagonizó entre febrero y noviembre de 1929, cuando cometió una serie de matanzas brutales. En su frenesí envió incluso un mapa a la policía de Düsseldorf (algo en lo que siguió los pasos de Jack el Destripador) en el que indicaba el punto en el que había arrojado el cadáver de una niña. Su sadismo desató el terror en la ciudad. Se cuenta que la comisaría recibió cientos de miles de denuncias con nombres de sospechosos.

Después de darle caza tras el ataque a Büdlick, la justicia le sometió a un juicio que generó expectación. Una de las personas que siguió su caso con más atención fue el psiquiatra Karl Berg. Los detalles relatados por Kürten le permitieron escribir The Sadist (1932), un clásico de la criminología. El análisis del galeno concluía que el "vampiro" era un psicópata sexual que mataba por puro placer. Su carrera delictiva dejó otros dos legados: ayudó al desarrollo de la criminología, en especial la rama que se centra en el estudio de los asesinos en serie, y sirvió de base a la película M, estrenada en 1931 por Fritz Lang y protagonizada por el genial actor Peter Lorre.

Durante los interrogatorios Kürten confesó cerca de setenta crímenes, entre asesinatos, violaciones, agresiones e incendios provocados. Las crónicas aseguran que uno de sus placeres secretos consistía en prender fuego a casas abandonadas con la esperanza de ver salir corriendo por la puerta a vagabundos envueltos en llamas. La visión de la sangre de sus víctimas (aseguró Kürten ante los expertos) le producía un irrefrenable placer sexual.

Para comprender el delirio asesino del Vampiro de Düsseldorf es importante recordar que pasó buena parte de su vida entre rejas o condenado a trabajos forzados. Los expertos especulan con la dimensión que habría alcanzado su carrera criminal si hubiera permanecido más tiempo en la calle. Su habilidad para mantener una doble vida era proverbial. Cuando lo encarcelaron, para sus vecinos Kürten era un simple chófer de camiones, casado con una mujer respetable y sin más peculiaridad que un extravagante gusto por empolvarse la cara para ocultar su edad.

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"M", de Fritz Lang, se basa parcialmente en Kürten.

Tras escuchar la escalofriante historia de Kürten el jurado tuvo clara su sentencia. En apenas hora y media decidió castigarlo con nueve penas capitales. El asesino no apeló. No se revolvió contra su destino, ni se crispó. Esperó paciente y tranquilo hasta el día fijado por el juez para ejecutar la condena, el 2 de julio de 1931.

Dos anécdotas quedan para la historia. La primera, su opípara última voluntad. Kürten pidió que le sirvieran un copioso banquete que según algunos consistió en Wiener Schnitzsel, un famoso plato vienés que tiene como base el escalope, y según otros en patatas y salchichas. Sí se sabe con más certeza que lo regó todo con un buen vino. La segunda anécdota enraíza en la actitud con la que el Vampiro de Düsseldorf subió al patíbulo. Antes de apoyar el cuello en la guillotina miró a su verdugo y le murmuró con calma:

Dime... después de que me corten la cabeza, ¿aún podré escuchar, al menos por un momento, el sonido de mi propia sangre brotando del tocón de mi cuello?

La sed sanguinaria de Kürten se secó la madrugada del segundo día de julio de 1931, en Colonia, cuando una hoja metálica segó su nuca. Faltaban apenas 12 meses para que el partido nazi de Adolf Hitler se convirtiera en el más votado de las elecciones parlamentarias y solo un par de años para que Alemania y Europa entera se sacudieran con la Segunda Guerra Mundial.

Fascinados por la personalidad del asesino, los especialistas en criminología y anatomía pidieron que les entregaran la cabeza cercenada del criminal. La justicia no vio inconveniente. Hoy su cráneo (cortado a la mitad y colgado de un gancho giratorio) se exhibe como curiosidad en el Museo Ripley's de Wisconsin Dells, en Estados Unidos, a cientos de miles de kilómetros de su ciudad de origen. La pieza descansa tras una cristalera junto a un cartel que explica la historia del asesino que atemorizó a Alemania y cuyo final precipitó una joven de 20 años.

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