La empatía escacharrada: los más injustos con alguien son los que han pasado por sus mismas dificultades

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La experiencia podría ser el peor enemigo de la empatía. Así como lo oyes. Esto, que podría parecernos tan sorprendente, no lo es para los evaluadores psicológicos. Tal vez es el momento de romper este lugar común que cuenta que cuanto más se hayan parecido nuestras vivencias a las de alguien mejor sabremos entenderle, un equívoco que tiene consecuencias psicosociales, como veremos después.

Cegados por nuestra propia experiencia

La Universidad de Ámsterdam condujo diferentes estudios que incluyeron a 800 participantes sobre su precisión a la hora de calibrar el nivel de angustia de unos individuos que contaron historias dramáticas (un proceso de divorcio, un padre enfermo) en pequeños vídeos. De forma consistente, aquellos encuestados que habían pasado por experiencias personales similares a las de las mujeres que contaban su experiencia a cámara eran menos hábiles a la hora de puntuar el nivel de sufrimiento que indicaban los interrogados.

Lo que se manifestaba, o lo que al menos teorizan los evaluadores que sucede aquí (al igual que se ha concluido en otros estudios similares), es que, para eventos desafortunados que aún no han cicatrizado del todo, somos terribles oyentes. Ocurre que las personas tienden a recrear su propia vivencia similar o a rellenar los huecos de la narración del otro con su experiencia subjetiva, de forma que evaluamos de forma imprecisa al otro.

En este caso los participantes inexpertos eran más eficaces porque no se dejaban embargar por emociones propias, y eran conscientes de que los sujetos contaban episodios difíciles por pura inteligencia emocional, por el mismo motivo por el que no necesitas caerte por un puente para saber que es un acto doloroso.

Los supervivientes dicen: dejad de lloriquear

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También se activan otros mecanismos en este ámbito, y ahora vamos a hablar de una suerte de brecha de empatía. Varios doctores de la Kellogg School of Management en Chicago han publicado sus hallazgos en la Harvard Business Review. Para su primera prueba, 54 participantes escucharon la narración de un tipo que se enfrentó a un reto de “inmersión polar”, la práctica de tirarse a un lago en invierno, pero se acobardó y no lo hizo en el último minuto. Esos participantes a los que se pidió que se sumergieran en ese mismo infierno helado dos semanas antes, se revelaron menos compasivos y más despectivos con el tipo que como se mostraron los del grupo de control que no habían necesitado congelarse.

Las pruebas dos y tres son similares: los entrevistados que habían superado un período de desempleo fueron menos benevolentes, por no decir insidiosos, con un tipo que dijo haberse metido a vender droga por llevar mucho tiempo sin encontrar trabajo y no ver otra solución.

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Más increíble aún: si bien tanto los sujetos que dijeron haber pasado por una etapa de bullying en su infancia como los que no lo sufrieron se alegraron de la misma manera por la historia de un chico que había superado con éxito su propio bullying, los participantes que habían sido maltratados en el pasado fueron menos comprensivos con él en una versión en la que el chico no lo superaba y se dejaba llevar por instintos violentos que aquellos que no contaban con ningún punto de referencia personal similar a esos hechos.

Es decir, que los que tienen la piel más gruesa, los que lo han pasado peor, le exigen un mayor nivel de desensibilización a los demás. Lo paradójico es que el tópico de que “haber pasado por ello” nos hará más empáticos está instalado en entre el 80 y el 90% de la humanidad.

De nuevo no hay porqués, nuestros procesos de aprendizaje y afecto hacia los demás son variados y multidimensionales. Una conclusión fácil a la que se llega es que el individuo no es capaz de ajustar la brújula emocional de algo por lo que ha pasado, que puede haber borrado parcialmente el dolor como mecanismo de supervivencia, y que si es un divorciado que lo ha superado ya del todo puede pensar que su forma de sentir aquel duelo ahora, mucho más mitigada, es como debería sentirse el que lo sufre. La otra causa puede ser un darwinismo emocional: si yo pude saltar al lago, si yo conseguí ese ascenso, los que no lo han conseguido sólo son unos llorones, no hay otra explicación posible.

Los investigadores concluyen así que estas tesituras pueden estar llevando políticas sociales malignas. Pensemos, por ejemplo, en esos responsables de departamentos de conciliación, y que tal vez sea mejor colocar en ellos a alguien que no sepa lo que es lidiar con dos niños todas las semanas que con alguien que lo hace y está insensibilizado. O en los programas de Hermano mayor, donde alguien que haya superado un entorno conflictivo lleno de violencia y adicciones no será tan tolerante con las caídas de adolescentes que aún no hayan salido del hoyo.

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