¿Y si las relaciones a distancia fuesen más felices? Estas son sus diferencias frente a los que viven juntos

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¿Están condenadas al fracaso las relaciones a distancia como parece? ¿Estás empezando una aventura amorosa con alguna persona y tienes dudas acerca del futuro que pueda tener la cosa... ahora que una pandemia mundial ha puesto kilómetros y meses de distancia entre vosotros? Puede que la viabilidad de esta fórmula sea mayor que la que pensabas en un primer momento, sobre todo si lo que buscas es calidad por encima de duración.

Sí, es más difícil que se convierta en tu compañero de vida: según el estudio más sólido hasta la fecha sobre la duración de las parejas que conviven juntas frente a las que optan por la vía físicamente distante, las parejas de proximidad establecidas duran de media 7.3 años mientras que las relaciones a distancia tienen una vida media de 3.2 años. Más aún, la media de duración de (todas) las relaciones a distancia es un 50% más baja que la de aquellas que conviven: 4.5 meses.

Pero lo llevan mejor: varios estudios han demostrado que las relaciones a distancia muestran una mayor estabilidad emocional que las que viven juntos. A pesar de que los investigadores intentaron confirmar en base a sus prejuicios que las parejas a distancia ven que tienen más “tentaciones” cotidianas que los que viven juntos o que estos últimos se sienten más “comprometidos” con el otro que los que viven a kilómetros de su amado, los resultados mostraron que no era así, sino al revés, siendo mejores en estos términos las parejas geográficamente separadas. Las pruebas, eso sí, no revelaron una suficiente diferencia estadística, sólo la justa para poder afirmar sin miedo que no es más fácil que te sea infiel alguien a quien no ves todos los días que alguien que duerme cada noche en tu cama.

Paradójicamente, y frente a todo lo que hemos mostrado, tanto las parejas de un tipo como las otras manifestaron creer que las parejas que están juntas son de mayor calidad.

La luna de miel continua: aquí es donde empiezan las ventajas. Se ha demostrado que la gente en relaciones a distancia, y ante la falta de contacto y desencanto diario, idealiza más a sus compañeros. Discuten menos, se vuelcan más con complacer al otro en el tiempo que pasan físicamente juntos y hacen un ejercicio de preocupación por el otro más activo, lo que lleva a paradojas como que personas que tienen que hablar por teléfono o mensajería puedan saber más sobre el estado emocional de su compañero que los que viven bajo el mismo techo.

Y el golpe de realidad: hasta un tercio de aquellos que han estado viviendo separados y ha decidido reunirse cortan en los primeros tres meses de convivencia. Puede que la idealización de la persona con la que estés pase factura, o que, una vez acostumbrados a no tener que ceder espacios de nuestra libertad individual (qué se va a cenar, quién tiene que ir a hacer los recados hoy), se nos haga cuesta arriba tolerar estos hábitos.

Una cuestión temporal: otra cosa que tampoco está clara es si esa idea de que las relaciones a distancia funcionen per se satisface a sus integrantes o si se trata de un período de suplicio para llegar al final de la meta, la vida en un hogar juntos. Según las investigaciones, la mayoría de parejas que viven separadas llevan mejor el tiempo que pasan alejados si cuentan con que el bache terminará en un año o menos.

¿Un sesgo de elección? ¿Cuentan las relaciones a distancia con estas características por serlo o es que acaba la gente con estas inclinaciones conductuales más fácilmente en estas relaciones? Sabemos, por ejemplo, que los tecnológicamente más duchos, con más estudios y con trabajos mejor remunerados son más propicios a acabar con parejas fuera de su alcance geográfico, lo que podría influir en la deriva parejil.

La tendencia poblacional jugará a favor de estas fórmulas: cada día más gente se titula y, sobre todo, se acostumbra a iniciar y mantener relaciones por Internet. Desde luego, lo tienen más fácil para quererse sin verse los tortolitos del siglo XXI que los que tenían que enfrentarse a los rigores afectivos propios de las novelas de Jane Austen o Emily Brönte.

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