Todos creemos que haremos cambiar de opinión a nuestro interlocutor pero que él a nosotros no. Este es el motivo

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Algo curioso ocurre cuando miras los perfiles públicos de antivacunas o conspiracionistas. Sus chifladuras están aderezadas con esporádicas apostillas tipo “no podría ser más evidente”, “los hechos no engañan”, “simplemente es así”, etc. Son frases que nos llaman la atención por la importante incongruencia que suponen. Sin embargo, te animo a que analices detenidamente las defensas argumentativas de la gente de tu cuerda ideológica. También verás cómo ellos, antes o después, recurrirán a esas posdatas. Todas ellas quieren decir, en el fondo, lo mismo: para mí es imposible pensar otra cosa.

Dos doctores en psicología de la Universidad de Pensilvania, especializados en psicología social y moral cognitiva así como en procesos de decisión, han publicado un trabajo a la espera de la revisión por pares. En él aglutinan y expanden diversos trabajos de otros investigadores sobre el mismo tema, cómo de libres somos en cuanto a nuestras creencias y cómo de libres creemos que son de cambiar los demás las suyas.

La premisa es la siguiente: ¿por qué, cuando discutimos con alguien que no opina como nosotros, nos colocamos invariablemente a una mayor altura racional que él? ¿Por qué estamos convencidos de que el otro puede (y debe) cambiar de idea ya que lo nuestro es evidentemente cierto pero no se nos pasa ni por un momento que puede que seamos nosotros los que estamos equivocados o que él puede hacernos cambiar de opinión?

La raíz es porque asumimos que no tenemos control sobre nuestras propias creencias, que son incuestionables, mientras que consideramos que los demás sí que controlan las suyas, esto es, que tienen la capacidad de cambiarla. El otro ha elegido creer en Dios, mientras que yo no he elegido ser ateo.

La formación de creencias depende de las evidencias que nosotros experimentamos. Las evidencias van limitando nuestra capacidad de creer en diferentes cosas. Y aquí viene lo importante: las limitaciones se descubren por introspección. Como es un proceso interno, no somos capaces de ver cómo los demás tienen también esas limitaciones que les imposibilita a creer en cosas distintas.

¿Cuál es la clave entonces? Que la fortaleza de la creencia varía entre individuos.

El paper pone un ejemplo. Si tú tienes dos billetes de un dólar en el bolsillo, por mucho que tú quisieras no podrías creer que tienes cien dólares. Las matemáticas aprendidas y el pacto social llevan años operando para que tú no puedas creer eso. Y lo que es más importante, para este caso la fortaleza de tu creencia es tal que no podrías creer que tienes cien dólares en el bolsillo ni aunque alguien te propusiera darte un millón de dólares si te lo acabas creyendo. No puedes, uno más uno son dos.

Aquí la fortaleza de la creencia es brutal, pero dependiendo de la persona y de la idea esta creencia puede ser más o menos férrea. Sí se ha observado que se puede influir indirectamente en las creencias de la gente debatiendo cómo de racionales y justificadas son esas ideas y exponiendo al sujeto a nuevos argumentos de calidad, pero ni podremos hacerles creer cualquier cosa ni convencerles de todo. Un problema añadido, de hecho, es que tendemos a confundir experiencias y percepciones con hechos. Creemos que vemos las cosas “tal cual son”.

También pasa lo contrario: una exposición repetida a un estímulo puede llevar a la gente a creer que eso es preferible, lo más pacífico o de mejor calidad que la alternativa a la que no hemos estado expuestos. En otras palabras, que tendemos a racionalizar aquello con lo que tenemos que lidiar en el día a día. A pensar que, después de todo, si la vida sigue, no será tan malo como parece. Todo esto son mecanismos para salvaguardar nuestro sistema inmune psicológico porque un exceso de disonancias puede llevar al estrés o a algo peor.

Lo que arguyen los estudiosos es que comprender que ni nosotros mismos ni nadie controla sus propias creencias podría actuar como bálsamo democrático. Que antes de pensar “este tío tiene que cambiar su opinión”, porque está claro que puede y debe hacerlo, nos paremos a pensar que nosotros también estamos preñados de creencias que no controlamos. No siempre, pero en muchas ocasiones si nos topamos con alguien que cree algo opuesto a lo que creemos nosotros sentimos una molestia. Puede despertarse en nosotros ese deseo inquisitorial para convencerle de que vea la luz, pero si no lo hace puede llevar al conflicto social, y lo mismo por el otro lado.

El psiquiatra y divulgador Pablo Malo apunta a que esto también, para mantener nuestro marco mental a salvo, puede promover un descrédito hacia los otros. Nos burlamos de los otros y en el peor de los casos hasta les cogemos asco. Son mugremitas, son pijos engominados. La psicología del asco deriva en la deshumanización, y esto es algo de lo que los totalitaristas (Hitler, Mao) bien conocen y bien aprueban.

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