En 1910 la gente vivió pánico por la llegada del cometa Halley. El suceso dice mucho sobre nuestro presente

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La prensa amarilla se consolidó en los grandes países occidentales en los primeros compases del siglo XX. También por esas fechas, concretamente en 1910, se planeaba la próxima visita a nuestro porche espacial del cometa Halley, esa “bola de fuego” que había aterrorizado durante siglos a los ignorantes habitantes de tiempos pasados y del que apenas empezamos a saber alguna cosa a partir de 1705, cuando el astrónomo Edmond Halley predijo su siguiente venida y nos hizo saber que se acercaba a la Tierra una vez cada 75 o 76 años.

Ese recién estrenado siglo fue un período en el que la ciencia había avanzado pasos gigantescos en muy poco tiempo, pero en la psique colectiva de sus sociedades seguía aún muy implantado el miedo y la superstición. Aunque a los humanos del 2020 nos gustaría pensar que hoy en día estamos por encima de esas creencias, tal vez no sea así, y para ello nada mejor que analizar cómo reaccionó aquel mundo a este fenómeno.

Camille Flammarion era un intelectual francés de la época. Un hombre rico y excéntrico, apasionado astrónomo, escritor de ciencia ficción y dueño de una revista, L’atmosphère: météorologie populaire.

Aunque llevaba años anunciando el colapso mundial, fue en este momento cuando ayudó de verdad a promover la causa catastrofista. Sí, como observó, en su visita de 1910 Halley se acercaría más que muchas veces antes a nuestro planeta (a sólo 400.000 kilómetros), pero esto para él tendría unas consecuencias insalvables que a posteriori sabemos que no se cumplieron. “El gas cianógeno impregnará la atmosfera y posiblemente extinguirá toda la vida en el planeta", afirmó. Este gas venenoso era un compuesto recientemente descubierto, muy letal para los humanos, pero que de haber tocado la atmósfera terrestre se habría desintegrado.

Cuando el cuarto poder se validó como tal a sí mismo

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The New York Times publicó las aseveraciones entrecomilladas del doctor en un artículo que titulaba que un astrónomo estaba teorizando sobre el fin del mundo tal y como lo conocemos. Dentro de él confirmaban que el Observatorio de Yerkes, de la Universidad de Chicago, había constatado la presencia del gas en la cola del cometa.

En defensa del periódico, los propios periodistas del artículo incluían en la pieza la respuesta de otros astrónomos, y se explicaba que la inmensa mayoría de ellos no estaban de acuerdo con la predicción de Flammarion. Lo mismo ocurrió con otros medios, como The Ogden Standard, que en febrero llevó a portada “Se viene el fin del mundo”, con el subtitulado “El cometa Halley podría arrasar con toda la vida en la Tierra”.

Ese “podría" se convirtió en el jugoso comodín con el que poder propagar ambas teorías, sabiendo los editores del momento el interés que tendría tal profecía en sus lectores y en sus índices de ventas. Había piezas contestando con razonamientos científicos al charlatán francés, y otras en las que otros aseguraban que “no deberíamos desdeñar” la teoría de la catástrofe cianógena.

Científicos concertaron ponencias públicas para explicar qué es lo que iba a pasar realmente, lo que aumentó aún más la cobertura. Se publicaron noticias de asesinos que, adelantándose al cataclismo, confesaron sus crímenes a la policía. Otra noticia decía: “emocionada por la llegada de Hally, una niña muere súbitamente en Montreal”. Un grupo religioso de Oklahoma estuvo a punto de llevar a cabo un ritual de sacrificio de una adolescente virgen, pero la policía detuvo a los responsables antes de que le clavasen un cuchillo en el pecho.

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Fue un festival mediático, una sensación pública mundial como no se había visto antes. Como era de esperar, el negocio salió de las páginas impresas para entrar a otros ámbitos. Se empezó a comercializar “jabón de cometa”. Chamanes de todas las esquinas empezaron a vender a la población más analfabeta pastillas que les protegerían de las toxinas, "un elixir para escapar de la ira de los cielos", tal y como decían. Las ventas de “máscaras para el cometa” se dispararon, pese a que eran máscaras de gas convencionales.

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Whisky, tabaco, joyería… el reclamo del astro servía para promocionar todo tipo de productos, algunos de ellos muy festivos, lo que nos hace pensar que muchos de los contemporáneos se tomaban la fiebre por Halley menos como una profecía y más como un meme que celebrar con distancia irónica.

Eso en el mejor de los casos, ya que en los peores hablamos de temerosos ciudadanos de Dios que intentaron mil y un hazañas, o así al menos lo afirmaban registros de la época. Neoyorkinos empezaron a tapar los agujeros de las cerraduras de sus casas para evitar que entrasen los vapores. Un hombre se clavó los pies y una mano en una cruz, a modo de Jesucristo, una tipa se voló la tapa de los sesos delante de 18 escolares, en Winnipeg se registró una epidemia de suicidios. Comunidades enteras de obreros pobres empezaron a negarse a trabajar a principios de mayo, la China occidental se declaró insumisa a sus dinastías regionales, las tribus indias en el oeste de Canadá bailaron rituales casi olvidados para protegerse de la amenaza incandescente.

Cuando la superstición es capaz de alterar el curso de la historia

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También entonces, al igual que hemos visto en estos últimos tiempos, los ricos quisieron ir un poco más allá y protegerse lo máximo posible. Un emprendedor estadounidense fabricó a toda prisa tres refugios, vendió dos de ellos y se quedó con uno para su familia. Los preparacionistas llegaron incluso a alquilar submarinos.

El mundo sobrevivió a aquella jornada del 19 de mayo de 1910. Se hicieron fiestas astrales, la gente salió a celebrar la continuidad de sus vidas. Algunos de los que habían apostado por el apocalipsis recularon, mientras que otros, como Flammarion, mantuvieron la idea de que, de prestar atención, los humanos podían detectar en ese olor a verduras quemadas o acetileno la huella del paso por la Tierra del cuerpo celeste.

En los meses posteriores muchos sucesos se enmarcaron como una consecuencia directa de Halley, que se cebó especialmente con las monarquías: a él se culpó de la muerte de Eduardo VII y del final de la dinastía Qing, aunque en este segundo caso se trata de una profecía autocumplida: como hemos visto, el miedo al envenenamiento planetario dio alas a las revueltas de Xinhai de 1911 que acabaron de facto con este imperio.

El cometa vino y se fue, pero gracias a la prensa, al sensacionalismo, al deseo de medrar de algunos y a la histeria colectiva causada por el desconocimiento de otros esta masa de hielo, polvo y rocas se convirtió en una hermosa fábula sobre el comportamiento humano a escala global ante fuerzas de la naturaleza descomunales, indiferentes e incontrolables.

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