La revolución coñil japonesa: cómo una artista está luchando por normalizar la vagina en su país

La revolución coñil japonesa: cómo una artista está luchando por normalizar la vagina en su país
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Festival del pene de metal, Kanamara Matsuri en el original, es una de las atracciones turísticas de Kawasaki más sorprendentes para un turista. Grupos de locales portan capillas con enormes falos realistas mientras mujeres y niños cantan para venerar la fertilidad masculina y dejan ilustraciones y pasteles con formas fálicas en el templo. Durante esa jornada todo son reproducciones de penes, observados con alegría y algo de rubor. Hay quienes se montan en ellos, otros hacen como que los acarician y lamen. Es una fiesta pública sintoísta y se trata de uno de sus símbolos sagrados.

Y sin embargo, a lo largo de todo el país y aún en 2018, nombrar a la vagina es un tabú indecente.

En esas estaba Megumi Igarashi, escultora también conocida como Rokudenashiko (o “chica buena para nada”), cuando se decidió a prodigar la palabra del manko (coño). Para ella el mero hecho de mostrar vulvas era una revolución subversiva, aunque antes de eso una manera de que las mujeres, la sociedad, le perdiese miedo a los genitales femeninos.

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Durante un tiempo estuvo elaborando graciosas figuras que simulaban la orografía vaginal cual terreno de juegos. Aquí, unas dunas labiales sobre las que combaten soldados; allá, la carcasa de un iPhone con óvalo rugoso. Todo ello elaborado mediante moldes de escayola que se colocaba en la entrepierna. Decenas de objetos decorativos que hacían pensar en vaginas. Ante este proyecto algunos críticos de arte se burlaron de su candor. Dijeron que era irrelevante. Entre otras cosas, porque el coño, su coño, es algo “muy pequeño”.

Rokudenashiko respondió a la ofensa de forma literal. Se puso a hacer vaginas gigantes.

El "pussy boat" que te lleva a la cárcel

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Megumi Igarashi en marcha.

Y de ahí pasamos a la verdadera controversia de esta artista. Se abrió de piernas y dejó que una impresora en 3D escanease su vulva. ¿Qué haría con ello? ¿Una puerta? ¿Un coche? No, pensó que la mejor imagen sería verla a ella pasear dentro de su propio manko río abajo. Después llamaría a la prensa, por supuesto. Para financiarlo hizo una campaña de crowdfunding, y prometió enviar los datos 3D del kayak (es decir, de su coño) a todos los que aportasen más de 3.000 yenes, unos 23 euros. El crowfunding fue un éxito, y su campaña pública también.

Y con la visibilidad pública, también la institucional. En 2014, meses después de presentar en sociedad a su “pussy boat”, Igarashi fue arrestada. El artículo 175 del código penal de 1880 de Japón dice que le pueden caer dos años y 2.5 millones de yenes a "aquella persona que distribuya, venda o exhiba públicamente un texto, una imagen u otro tipo de material obsceno”. Es decir, que la artista, más que una performance, se había dedicado a vender porno entre los compradores de su crowfunding. Otra lectura que se extrae de esta acusación: la vulva de Igarashi es obscena.

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Después de una semana en prisión preventiva, la apelación a su detención fue aceptada, y la dejaron salir bajo fianza. Entró en la cárcel en abril de 2014, el juicio empezó en abril de 2015 y en mayo salió inocente de los cargos de “visualización de obscenidad” (el paseo en kayak), pero no de distribución de pornografía. La reproducción en 3D de su vagina que envió a sus donadores mostraba “de forma realista la forma de los genitales, lo que podría estimular el deseo sexual del público".

La multaron a pagar 400.000 yenes, unos 3.000 euros, y el caso se encuentra parado después de que ella presentase una apelación a la sentencia, que por lo que se ha podido ver en Broadly, se centrará más en la libertad de expresión artística y no tanto en un arriesgado (a nivel legal) debate sobre la naturalidad del cuerpo femenino.

Un país hipersexuado que se ruboriza de una vagina

La condena de los magistrados japoneses, vista desde la óptica jurídica, tiene sentido, pero he aquí que nos encontramos con el principal escollo: como el código penal japonés no incluye una definición exacta de qué es “obsceno”, esto ha ido cambiando a lo largo de la historia reciente del país. Primero, a base de denuncias. Después, a base de relajación de las costumbres.

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En 20 años los ingresos de la industria del sexo en el país (los actos sexuales pagados que no incluyan penetración no son considerados prostitución y son legales) se han duplicado, y eso sin tener en cuenta los salones eróticos o los más de 25.000 love hotels que hay repartidos por todo Japón. Los paseos con adolescentes, los talleres de púberes que hacen manualidades mientras les miran las bragas, las casas de baño o los salones rosas, sólo por citar algunos servicios cotidianos.

Si te das un paseo por Kabukicho no es raro ver sex shops con todo tipo de servicios. El hentai más húmedo y violento ya no sorprende a nadie. Tampoco los robots sexuales a pie de calle que reproducen los cuerpos de niñas muñecas de diez años. Pero siempre, siempre con un par de matices: como mínimo deberá taparse el frenillo del pene y los labios menores de la vagina. Si pixelas toda la zona genital, mejor.

Ahora, también en cómic

Por eso resuena tan hipócrita la acusación por obscenidad que ha tenido que sufrir Igarashi. Obscenidad es, también, el nombre que recibe el cómic adulto y autobiográfico que presenta ahora la artista en nuestro país. Manko-chan, la cartoonización de su coño, es una adorable criatura que la acompaña y a veces la suplanta en las viñetas. A lo largo de las páginas conoceremos la crítica a los dobles raseros patriarcales de la sociedad nipona, su evolución como artista, su paso por la cárcel y su pelea (aún inacabada) con la justicia.

La mismísima obscenidad revela así el carácter oculto de unas leyes retrógradas. Igarashi nos cuenta que, de niña, le hacían rehusar hablar de sus genitales, cosa que desnaturaliza su relación con sus cuerpos, hasta tal punto que muchas mujeres se acaban rechazando a sí mismas: Japón es uno de los países con más solicitudes de labioplastias.

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También, como consecuencia, adolescentes y hombres ya adultos entienden que si una mujer habla de lo que tiene entre las piernas sólo puede ser por motivos lascivos. Y al final, si alguien lucha por desafíar esta estructura y decide defender una mirada natural a lo propio, entonces recibirá reproches.

Según la autora, lo que perseguían los juristas en la batalla contra su “pussy boat”, su arte y todo lo que representa no es tanto encarcelarla por obscenidad, un delito que apenas ha conllevado penas de cárcel en los últimos 30 años, sino más bien mostrar públicamente su disculpa, hacer que aceptase que se trataba de una conducta desviada.

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Por eso Megumi Igarashi considera que es tan importante que se mantenga firme en su propósito de no rectificar ante lo que debería ser una expresión de sí misma que no debería ofender a nadie.

Mientras recibe el ostracismo de buena parte de sus colegas de profesión, en el resto del mundo la elogian. Mientras a algunos les parece una batalla insustancial, otros recuerdan que, de no ser por ella, no habría nacido tal debate en el conservador país sobre la representación del cuerpo femenino. Mientras el problema social de fondo de toda esta historia toca pilares tan profundos, ella opta por lo kawaii y el humor. Por un coño rosado gritándole a un montón de señores en traje: eh, aquí estoy. No podréis obviarme eternamente.

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