El Wineskandal: cuando el vino austríaco envenenó con anticongelante, en secreto y durante años a sus ciudadanos

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Lo más probable es que en los días siguientes a sus borracheras miles de personas sintiesen náuseas y mareos. Vamos, lo propio de cualquier resaca. En algunos casos, con el tiempo, les saldrían piedras en el riñón. Tal vez algún anciano acabó en el hospital, con grandes dolores de estómago. Hoy existirá algún austríaco nacido en los años 80 que arrastre algún daño neuronal desarrollado en su infancia. Nadie sabrá hasta qué punto todo ello lo produjo o no su propia industria vitivinícola.

Si en España tuvimos la crisis del aceite de Colza, en el país alpino vivieron el escándalo de la adulteración del vino “con anticongelante”, o Wineskandal, como se vendió en aquel momento por la prensa, aunque sería más exacto hablar de dietilenglicol, una sustancia que, aunque usada para el deshielo en transporte, no es el más común para estos usos. Estamos ante un líquido viscoso, incoloro e inodoro, de sabor dulce y que absorbe el agua. Su ingesta también puede llegar a ser mortal.

A mediados de los años 70 el clima cambió en el país. Las lluvias se hicieron más frecuentes y las cosechas empezaron a dar uvas más ácidas. Mala circunstancia si tenemos en cuenta que muchos de los productores locales habían firmado lucrativos acuerdos a 10 años vista con supermercados alemanes, muy aficionados a los vinillos dulces austríacos, y que exigían en sus contratos que el nivel de designación fuese Prädikat, con un nivel de pureza que impedía que se añadiese azúcar sin más, ya que eso rebajaría el cuerpo del vino. Sencilla y llanamente no tenían suficiente Prädikat para suplir la demanda pactada.

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Mucho, mucho tiempo después se conocería al responsable de la catástrofe sanitaria, Otto Nadrasky, químico experimentado y consultor vinícola. Nunca se supo hasta qué punto llegó su maldad, el conocimiento de lo que estaba haciendo. Le vendió a un par de firmas austríacas una fórmula que incluía dietilenglicol, corrigiendo así al mismo tiempo la falta de dulzor y untuosidad del producto, embriagando en mayor grado al bebedor. La pregunta es si fue él el que propuso añadir o no azúcar a la receta, por lo que veremos a continuación.

El dietilenglicol por sí solo es muy dañino. Al pasar a nuestro hígado éste lo transforma en ácido hidroxietil acético y ácido glicólico, lo que puede provocar en primera instancia necrosis y muerte celular y después acidosis metabólica y fallo renal (los efectos y el posible alcance a nivel neuronal son aún más difíciles de precisar). Da la casualidad de que el etanol propio de los alcoholes pone a trabajar a las mismas encimas del hígado que se encargarían de descomponer el dietilenglicol, con lo que, de consumirlas al tiempo, el etanol podría distraer a nuestro sistema biliar y hacer que pasase la otra sustancia sin descomponerse. Lo que ocurrió fue que, en los vinos después analizados durante el escándalo, muchas bodegas habían añadido azúcar a la mezcla, y esto lo que provocó fue el efecto adverso: en lugar de inmunizar al sujeto, potenciaba los efectos del dietilenglicol en su cuerpo.

Así fue el inicio de la crisis anticongelante

Como cuenta con todo lujo de detalles Fredrik Knudsen, a los mandos del canal de YouTube Down the Rabbit Hole, el affaire empezó a andar a finales de 1984, cuando un hombre sin identificar entró en el Instituto Federal de química agricultora de Viena y dejó una botella diciendo que ahí dentro estaba el compuesto que había conseguido potenciar durante años a la industria vinícola del país muy por encima de sus capacidades de producción de Prädikat reales. Dos meses después otra fuente anónima habló con agentes federales acusando al dueño de una cooperativa de vino. Decía que el empresario estaba comprando grandes cantidades de un extraño producto, descontándose impuestos diciendo que los compraba para conducir su tractor.

Los inspectores estatales, un cuerpo infradotado, llevó algunas muestras de sus vinos a los laboratorios, registrando así por primera vez el dietilenglicol en un producto a la venta para su consumo masivo. Al poco tiempo se detectó que los ríos del estado austriaco del Burgenland empezaron a emponzoñarse con veneno. Alguien en conocimiento de las investigaciones había advertido a los agentes de la industria, que se intentaron deshacer de las pruebas a lo bruto.

Para abril de 1985, cuatro meses desde los primeros indicios, el Gobierno federal confiscó más de dos millones de botellas para su análisis, en una acción caótica y desorganizada que no ayudó a detectar rápidamente a los culpables. En julio se publicaron en prensa los primeros casos de presunta intoxicación por Prädikat. Aquí alguien que acabó con parálisis parcial, aquí otro con piedras en los riñones. Se dio incluso el caso de un jubilado alemán que, de visita a Austria y tras una tarde embriagándose con varias botellas, acabó desmayándose en el tren de regreso y siendo después hospitalizado. Sin saber por qué (aunque las sospechas fueron que recibió algún tipo de compensación), el señor apareció en el periódico rival la semana siguiente negando que hubiese ningún tipo de conexión entre su incidente y la ingesta de vino.

Vinos, zumos, el terror en los estantes

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A día de hoy sigue sin haber oficialmente ningún afectado por el envenenamiento. Y es lógico y, posiblemente, algo con lo que contaban los productores. La dosis letal de dietilenglicol se establece para un hombre adulto entre 15 y 70 gramos por día, mientras que la mayoría de botellas después analizadas mostraba que los fabricantes raramente ponían más de un gramo en sus envases. Si alguien hubiese bebido, por ejemplo, doce botellas en una semana, sí habría tenido episodios tóxicos inmediatos, pero sería un consumidor estadísticamente excepcional. Pese a todo, la ingesta regular de pequeñas cantidades a lo largo del tiempo puede causar daño hepático y renal, junto con eventuales problemas neurológicos. Se encontraron rastros del producto en cosechas de 1978, con lo que la gente estuvo expuesta durante al menos siete años.

Eso no evitó que también se trazase que había algunas botellas que incluían un puñado de gramos en su cóctel, y que un Welschriesling Beerenauslese del 81 diese positivo en 48 gramos de dietilenglicol. Si alguien lo hubiese bebido, habría acabado muerto o con secuelas catatónicas casi con toda probabilidad en el acto.

Cuando las herramientas para testear los químicos que se fabricaron de forma manifiesta para este escándalo empezaron a ser más eficientes y rápidas, se analizaron más productos. Puedes imaginarte cuál fue la reacción del público cuando se descubrió que en envases de zumos de uva de una marca austríaca de bebidas no alcohólicas había hasta un gramo por litro. La dosis dañina del químico es mucho más pequeña para un niño, y hay niños que beben muchísimo zumo cada día.

El tiempo dictaminó que no todos los productores habían incurrido en esta práctica, aunque tampoco se trató de un puñado de casos aislados. Fueron el 15%, contando entre sus filas a bodegas tanto de baja estopa como de primerísimo nivel. Por aquel entonces había 2.000 marcas distintas de vino austríaco, con lo que comprar cualquier marca nacional se convirtió en aquel momento en una operación de alto riesgo.

La disputa política bifronteriza

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Alemania Oeste también llevó a cabo sus investigaciones, haciendo que la cronología de la detección de la sustancia sea algo complicada. Laboratorios de la RFA conducían, según se dijo, pruebas para detectar la adulteración con endulzantes en bebidas alcohólicas, y en junio de 1985 detectaron la primera botella austríaca con dietilenglicol (meses después de que Austria confiscase millones de ellas). Cuando las pruebas del laboratorio de Stuttgart confirmaron que había remesas enteras de vinos contaminados, fue ahí cuando los medios de ambos países empezaron a destapar el asunto, y no antes.

El ministro de Agricultura de Austria, Günter Haiden, dio una conferencia de prensa en la que reconoció ante la prensa que sabían de la presencia del dietilenglicol desde hacía tres meses. ¿Por qué no hizo nada entonces? Haiden fue crucificado, pero afirmó, y después se corroboró, que había alertado a varios organismos del gobierno. La cadena de mando y la burocracia hicieron fallar la advertencia al público.

Por su lado las autoridades de la Alemania Occidental se hicieron los indignados y las víctimas. Aunque siempre mantuvieron esta postura, con el tiempo aparecieron pruebas de que habían mentido a sus ciudadanos y conocían los hechos también desde abril.

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Ni que decir tiene que la industria hizo todo lo posible hasta el final por ocultar los hechos o despistar a los incautos. Mientras los telediarios se inundaban de piezas sobre vinos tóxicos, la oficina de propaganda del vino austriaco compró anuncios en periódicos de las regiones colindantes para afirmar erróneamente que las investigaciones ya detectaron a las dos o tres marcas culpables dos años atrás, y que los vinos de hoy en día eran del todo seguros. También, llegado un momento del proceso, se conoció que los productores habían planeado escanciar sus vinos con otros no envenenados en los tanques para rebajar el nivel del dietilenglicol para poder pasar los test sin ser detectados. Es obvio por qué muchos no pudieron hacerlo: al mismo tiempo ellos no tenían suficiente líquido sin adulterar y tampoco podían comprar a sus competidores, puesto que no sabían si les estarían vendiendo vino adulterado o no.

La actuación política dio entonces un vuelco de 180 grados. Alemania prohibió las importaciones de todos los vinos del país vecino durante más de 15 años. Muchos, muchos países les siguieron, lo que hizo pasar su industria de una que vendía 159 millones de litros al año a una que no era capaz de exportar cuatro millones.

Hubieron de retirarse del mercado 38 millones de botellas, aunque las autoridades consiguieron encontrarle un uso a esta inmensa mercancía dañada. Uno industrial: durante años el Prädikat se usó como agente refrigerante en lugar de agua en ciertas fábricas y obras.

Como anécdota, el teléfono escacharrado quiso hacer que Japón y China no impusiesen un veto a los vinos austríacos, sino, por error, a los australianos.

El efecto fue tal para todos los productores, culpables y (mayoría) no culpables, que los vinos austríacos pasaron por una travesía por el desierto comercial de la que salieron con un producto completamente distinto: del vino barato dulzón a vinos muy selectos y añadas muy limitadas, todo ayudado por un ejército de testeadores y enólogos y los estándares de producción más estrictos de todo el mundo hasta la fecha. Hoy sus licores son sinónimo de máxima calidad.

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