¿Y si el vinculo entre la testosterona y la violencia fuese un tópico injusto difundido por la mala ciencia?

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Rebecca M. Jordan-Young, científica sociomédica y divulgadora de la Universidad de Columbia y Katrina Karkazis, antropóloga cultural de la Universidad de Nueva York, han publicado recientemente un libro titulado Testosterona: una biografía no autorizada, un título bastante autoexplicativo sobre un volumen que, al estilo de otros recientes ensayos de corte revisionista, pretende desmontar algunos tópicos asentados en el saber popular y fomentados por análisis científicos no del todo rigurosos de décadas atrás.

Algunos hombres malos, todos los hombres malos

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Dentro del libro en el que se habla de varias de las dimensiones de esta hormona sexual hay un capítulo dedicado a la violencia. Desde los años 70, nos cuentan, se investigaron los vínculos entre testosterona y conflictos sociales, asociación que sirvió, entre otras cosas, para crear una corriente llamada “endocrinopatía” de la que se valieron representantes del Gobierno para achacar los desmanes vistos en la Guerra de Vietnam con soldados con niveles excesivos de testosterona (y no un problema implícito de la guerra) o para dar una justificación biologista y no cultural a los índices de presos de raza negra, a quienes se les relacionaba también con un cuerpo más testosterónico.

El centro de sus críticas está en, por ejemplo, este estudio de 1972 de los doctores Robert Rose y Leo Kreuz. El estudio ha sido referido, según Google, por otros 368 trabajos. Su muestra eran 21 reclusos conflictivos de la cárcel de máxima seguridad Patuxent, en Maryland. Para entrar en el grupo de los prisioneros agresivos valía haber realizado crímenes violentos (violación, asesinato), pero también valían tests personales sobre el número de peleas en las que se habían metido o autoinformes sobre sentimientos subjetivos de agresividad.

Como nada de esto valió para hacer una correlación entre testosterona y violencia, los científicos buscaron el historial delictivo adolescente de los sujetos, aunque fueran hechos acaecidos décadas atrás. Ahí ya sí dio positivo, los cinco presos con mayores niveles de testosterona reportaban mayores índices de arrestos policiales por acciones violentas en su adolescencia (que no en el presente), mientras que los que tenían menores índices de testosterona tenían menos arrestos que la media.

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Aunque a día de hoy se reconoce que este tipo de análisis de post hoc habitual en las ciencias del comportamiento son un riesgo para la fiabilidad de los resultados, el estudio no sólo fue publicado y aprobado, sino compartido por los periódicos del momento. A este estudio le siguieron otros, como este muy citado trabajo (al menos 309 veces referido, según Google) de 1987 elaborado también con reclusos, en este caso con 89 de ellos, evaluando los niveles de testosterona en saliva en el que había tantas medidas de agresividad (desde los actos por los que fueron encarcelados hasta evaluaciones subjetivas del recluso sobre su propia “dureza”).

Si nos fijamos en trabajos relevantes tan recientes como este de 2012, son esos dos estudios los más importantes para la hipótesis del vínculo entre testosterona y violencia, afirmando el autor que, aunque hay otros estudios recientes que apoyen esa tesis, “sus resultados deben considerarse con precaución debido a limitaciones metodológicas”. Es decir, que los trabajos aquí comentados los años 70 y 80 son más fiables que otros que vinieron después a la hora de establecer ese vínculo.

¿Qué hay entonces entre la testosterona y las actitudes de macho?

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En realidad los estudios que han pasado los mayores estándares de calidad, como son pruebas con doble ciego y placebo, muestran que mayores dosis de esta hormona no están necesariamente vinculadas a un aumento de la hostilidad, ira o agresividad en los hombres. Sí sabemos, por ejemplo, que si se administran grandes cantidades de andrógenos (todas las hormonas sexuales masculinas, a saber la testosterona, la androsterona y la androstenediona) a atletas, sus niveles de agresión espontánea generalmente aumentan, pero sólo si se inducen niveles “farmacológicos”, nada dentro del rango de lo que puede experimentar un sujeto por su cuenta.

Simple y llanamente, dentro del rango normal de la presencia de esta sustancia en los humanos, los niveles de testosterona no predicen los niveles posteriores de agresión del sujeto. Otro malentendido común, por cierto, es el de creer que los atletas con mayores niveles de testosterona siempre compondrán una ventaja física, cuando el debate es un poco más complicado que eso.

Por otro lado, los últimos estudios también apuntan a un vínculo entre la testosterona y la disminución de la consciencia del riesgo, una exagerada evaluación de la importancia propia, un menor índice de consideración de los pensamientos ajenos y otro tipo de cuestiones relacionadas con la merma en la capacidad del sujeto para reducir conflictos interpersonales e intergrupales. En todos estos casos habría que tomar estas premisas con cautela, ya que, por ejemplo, hace poco se creyó encontrar el vínculo en la falta de autocontrol financiero y la testosterona para que luego ese trabajo fuese cuestionado.

La actual “hipótesis del desafío” dice haber encontrado la respuesta. No es que la testosterona provoque violencia o que la favorezca, sino que “amplifica las tendencias sociales preexistentes hacia cualquier comportamiento que sea necesario para mantener el estado cuando se lo cuestione”. Es decir, es una hormona que juega un papel en la competitividad de los individuos, en la necesidad de mejorar el estatus y sobresalir al resto.

¿Y la mujer qué?

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Es decir, que según lo que hemos visto y lo que defienden las autoras del reciente libro, la testosterona tiene una injustamente ganada mala fama como motor de agresiones, cuando en ningún caso los hombres violentos pueden excusarse de su comportamiento por estas características inmutables. Sin embargo, y como apunta la hipótesis del desafío, la testosterona sí podría ir unida al desarrollo desigual de las sociedades por causa biologista donde, por ejemplo, las mujeres han estado sometidas de diversas formas a los hombres y los éstos compiten física y administrativamente entre sí por una mejor posición social.

Esta última hipótesis se topa con otro problema añadido: sabemos aún menos sobre la agresividad de las mujeres. Los estudios con mujeres han sido históricamente menos frecuentes que con hombres porque, por una cuestión de recursos y de fiabilidad, se consideraba que los variables ciclos hormonales de las mujeres hacían más difícil la evaluación “objetiva” de diversos fenómenos, pero desgraciadamente esto conllevaba también dejar al margen de los estudios al 50% de la población. No podemos juzgar la “violencia” o la “agresividad” de los hombres en relación con el conjunto de la sociedad si no conocemos también cómo funciona esa violencia y agresividad de las mujeres.

Por otra parte, según estudios recientes parece que el pico de estrógenos antes de la ovulación también está relacionado con estrategias competitivas entre mujeres. Se trata, en todo caso, de un debate aún por cerrar.

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