TikTok es una fábrica de famosos mediocres: por qué el algoritmo incentiva una "normalidad" vacía

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Una de las noticias musicales del mes ha sido el lanzamiento de Build a B*tch, el debut musical de Bella Poarch. Poarch tiene 24 años, 70 millones de seguidores conseguidos en Tiktok en un período de 13 meses y su nueva canción va por los 69 millones de reproducciones en menos de una semana. La propuesta es la clásica reivindicación girl power, ambientado en un universo distópico en el que los hombres fabrican a sus mujeres ideales a medida. Poarch alega que ella y sus amigas son lo opuesto, entes únicos con agencia y personalidad. La paradoja es que lo que la influencer aparenta es justamente eso que ella misma critica, una intérprete clónica a tantas otras con Tiktok como máquina generadora de un contexto de ortodoxia visual.

¿Son los artistas de Tiktok todos iguales?

Es lo que a raíz de este lanzamiento se han preguntado las periodistas Kat Tenbarge y Rebecca Jennings en Substack y Vox respectivamente. Han pensado en el top de performers de esta jovencísima plataforma y han llegado a la conclusión de que la empresa premia la mediocridad, el mínimo común denominador. Las columnistas encuentran en Charli D'Amelio, Addison Rae, Bella Poarch, Loren Gray (cuatro de las integrantes del top 7 mundial) y otros tantos jóvenes rostros el mayor ejemplo de cómo el mérito casi parece provenir no a pesar de lo insulso de sus protagonistas, sino gracias a ello.

Netflix y Facebook Watch han producido respectivamente las series Hype House y Sway House, un reality sobre la vida de dos mansiones nutridas por tiktokers de gran calado, mientras que Hulu ha producido también una serie sobre la familia de D’Amelio. Sólo Hype House ha conseguido renovar en la tele convencional, y los periodistas arguyen que es porque esos productos no tienen calidad televisiva, son inmensamente aburridos porque sus participantes también lo son, al contrario que, pongamos, el plantel de personalidades que aparecían en Gran Hermano o Jersey Shore.

Cuando se ven las entrevistas a D’Amelio, la misma que encandila a cientos de millones cada semana con sus lip-sync corporales o faciales, la adolescente es tan excepcional como cualquier alumno medio de bachillerato, es decir, nada. A ella no debemos pedirle que justifique esa convencionalidad (es justo que ella sea así), pero sí podemos preguntarnos por qué ella, y no otros, han acabado ahí arriba.

@twinmelody

DONDE LO HEMOS GRABADO?🤪🖤 Where did we record it?🇫🇷🥐Os leemos!

♬ nhạc nền - Miu - Mai_crystal

Hay otros ejemplos. Tiktok premia más a Sarah Cooper, la que sincroniza su actuación con los audios de Donald Trump, que a Brittany Broski, más conocida como “kombucha girl”, una auténtica comediante. El tiktok español recompensa antes a Twin Melody, dos gemelas rubias que copian los mismos bailes que provienen del panorama internacional, antes que cualquier hecho diferenciador patrio. Nachter, con su aspecto de tipo vulgar y corriente, fusila día tras día los sketches humorísticos de otras cuentas, y logra llegar a lo más alto de su medio sin mayor esfuerzo mientras otros ven su audiencia reducida a lo que el algoritmo considera un nicho.

Lo que la fama en Tiktok refleja del resto de nuestro arte y entretenimiento

Que sean gente corriente es la clave del éxito en el espacio tiktokero: no se les ve porque sean los mejores, sino por su capacidad para servir de contenedor vacío en el que los demás (especialmente los más jóvenes) nos sintamos reflejados y podamos proyectarnos. Nos gusta que sea una persona mediocre porque apela a eso que también somos la mayoría de los que estamos viéndola al otro lado de la pantalla. Y a esto se añade, por supuesto, un componente clasista: fue la propia compañía la que reconoce que premió con el algoritmo a los adolescentes norteamericanos porque ellos son la hegemonía estética del siglo XXI, ellos son la universalidad que todos buscamos. Y dentro de esa universalidad, lo que resulta que más nos gusta ver es a mujeres jóvenes, normalmente blancas y normalmente con una serie de rasgos corporales como los que tiene Bella Poarch.

Todo esto no tendría importancia si no estuviésemos hablando de Tiktok como gran fábrica de estrellas transmedia: esos que tienen los números más altos allí son los que a día de hoy están saltando a la fama en el resto de ámbitos. Los agentes musicales o de medios audiovisuales están viendo en ellos un reclamo para nuevos proyectos, una herramienta de marketing de la que valerse para aumentar las audiencias de sus subproductos ajenos a Tiktok. Pero el hecho de que esos nuevos dioses de las masas sean un poco insulsos supone un riesgo a que el estrellato en general se convierta en algo más aburrido de lo que ya era antes.

Tiktok no ha inventado el atractivo de lo corriente. Un paseo por las estrellas de YouTube, Instagram o la música comercial ya nos daba pistas de que esta tendencia estaba haciéndose valer antes de que llegase una red social que es, en esencia, la destilación suprema del entretenimiento (vídeos deslumbrantes preñados de estímulos y que terminan al cabo de pocos segundos para ofrecernos otro carrusel de emocionantes, la televisión condensada al máximo).

La novedad no es el qué, sino hasta qué punto se ha sublimado esa tendencia, y es muy posible que esto se haya manifestado de una forma tan impactante en Tiktok en parte por emitir lo que emite, vídeos ultra cortos, pero también por su capacidad para ejercitar el voto popular hasta las últimas consecuencias. Puede que lo que Tiktok nos esté enseñando es que, si dejamos que se expresen los millones de microdecisiones que son nuestro engagement, que dice qué queremos ver y qué no cientos de millones de personas al mismo tiempo, descubramos que eso que debería estar en la cúspide es el máximo exponente de lo ordinario, de lo vulgar y sin personalidad. Que lo que hacía que antes hubiese elementos nuevos (un nuevo género musical, una actriz con alguna rareza) en aquello que se convertía en pop masivo eran los agentes de industria que no tenían en sus manos las estadísticas de audiencia y que, tal vez sin quererlo, incorporaban puntos de frescor al menú para no aburrir al personal.

Ahora hay menos elitismo, es todo más democrático.

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