Impuestos, dominios y funcionarios: la sofisticada economía que financió las pirámides de Egipto

Impuestos, dominios y funcionarios: la sofisticada economía que financió las pirámides de Egipto
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A la sombra de las pirámides de Giza se encuentran las tumbas de los cortesanos y de los oficiales de los reyes que fueron enterrados en las gigantes estructuras.

Estos hombres y mujeres fueron los responsables de la construcción de las pirámides: los arquitectos, los militares, los sacerdotes y los administradores de alto rango del imperio. Estos últimos fueron los que dirigieron el país y se encargaron de asegurar que sus cuentas estuvieran lo suficientemente saneadas como para poder construir estas monumentales tumbas reales que, esperaban, durarían más que la mismísima eternidad.

Durante el Imperio Antiguo de Egipto, un período que se extiende a lo largo de unos 500 años (2686-2181 AC), la economía era principalmente agraria y dependía en gran medida del Nilo.

El río inundaba los campos a lo largo de sus orillas y proporcionaba sedimentos fértiles y un sistema de transporte de mercancías a través del país. Las investigaciones indican que la mayoría de los terrenos cultivados formaban parte de grandes dominios (grandes lotes de terreno agrario) que estaban bajo el control de la corona, de varios templos y de propietarios de fincas adinerados que solían ser funcionarios reales.

Dichos dominios no deben considerarse como unidades completamente separadas, sino interconectadas. A menudo formaban parte de la misma red de distribución, respondían en última instancia al rey y dependían, en cierta medida, de la administración central del imperio. Este sistema también podría haber tenido redes formales e informales de redistribución y favores. La sociedad de este período ha sido comparada con un sistema feudal, como el que existía en la Europa medieval.

Un complicado sistema de impuestos

En general, los dominios, junto con las ciudades, eran las unidades básicas de organización económica y social. Las fuentes sugieren que la corona no gravaba a los ciudadanos particulares, como a los agricultores, puesto que aparentemente la administración no podía ocuparse de estos detalles en todo el país. En su lugar depositaba las responsabilidades en los dominios, responsables de entregar los ingresos a las arcas de la corona y de garantizar un excedente esperado, pudiendo resultar su incumplimiento en castigos físicos.

Piramides
(Isabella Jusková/Unsplash)

Con el fin de calcular los ingresos y, por lo tanto, la cantidad de impuestos que se pagarían a la administración real, la corona llevaba a cabo censos periódicos. No se contabilizaban las personas físicas, sino los bienes imponibles, como el ganado vacuno, ovino y caprino. También se sabe que se recaudaban como impuestos otros productos, como telas y otros tipos de objetos de artesanía.

Los impuestos recaudados por el estado se acumulaban en graneros y tesoros que posteriormente se redistribuían a fincas o proyectos de construcción de diversa índole, como la construcción de una tumba real o el mantenimiento de su culto mortuorio. En Abusir, a las afueras del Cairo moderno, se han encontrado pruebas de cómo se dirigía un culto funerario real de este tipo.

Estos textos ilustran a los historiadores sobre las actividades y los asuntos cotidianos de los sacerdotes y sobre cómo el culto al rey fallecido estaba relacionado con la administración real y con otras propiedades de los templos.

Un funcionamiento óptimo

Los jefes de estado eran ricos, pero trabajaban para ello, siendo los responsables de asegurar que sus fincas funcionaran sin problemas y que su servidumbre fuera alimentada, vestida y provista de refugio. En las ciudades piramidales de Giza, incluso se les daba de comer carne, pescado y cerveza de primera calidad. Esta era una de las ventajas de la fuerza de trabajo sierva cuando era convocada desde varios dominios del imperio para realizar construcciones monumentales.

Mas Piramides
(Ahmad Ajmi/Unsplash)

En Abydos, una ciudad del Alto Egipto, se encontró una inscripción perteneciente a Weni, juez y comandante militar, donde se indicaba que los soldados fueron reclutados del mismo grupo de personas que la servidumbre y que participarían en varias expediciones patrocinadas por el estado a tierras ricas en minerales que bordeaban el antiguo Egipto.

Las materias primas como el cobre y la madera (necesarias para los grandes proyectos de construcción) serían devueltas a Egipto. También se llevaron artículos de lujo al Valle del Nilo, incluyendo animales exóticos, plantas y personas para el entretenimiento de la corte, siendo estos últimos indudablemente esclavos.

En Wadi al Jarf, junto a la costa del Mar Rojo, localidad que funcionó como puerto durante el Imperio Antiguo, se han encontrado papiros del reinado de Khufu que contienen el registro de un patrón llamado Merer y de sus actividades de transporte de hombres y mercancías dentro y fuera de Egipto. Los documentos también nos cuentan cómo él y sus 40 hombres participaron en los trabajos de construcción de la pirámide enviando piedra desde las canteras hasta la zona de construcción de la Gran Pirámide de Giza.

Gyza
(Jeremy Bishop/Unsplash)

Existe la teoría de que estos proyectos refinaron el aparato administrativo e impulsaron la economía egipcia. Tanto Merer como los oficiales de los estados trabajaban para el departamento de construcción real que era el responsable de todas las obras de construcción importantes en el país y probablemente también de la construcción de las grandes pirámides de Giza y Sakkara en el sur.

La mano de obra (ya fuera un administrador real o un obrero que cargaba piedras en la obra) prestaba sus servicios a la corona y a su vez la corona recompensaba el trabajo redistribuyendo alimentos y otros productos básicos a los líderes de los trabajadores, que a su vez los repartían entre las clases bajas. Pero sólo las personas en la parte más alta de la jerarquía social podían ser recompensadas con un culto funerario patrocinado por el imperio junto a la tumba del rey.

The Conversation

Imagen: Ricardo Gomez Angel/Unsplash

Autor: Andreas Winkler, Universidad de Oxford.

Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.

Traducido por Silvestre Urbón.

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